Reflexiones
Los que creen en la paz
29 de Noviembre de 2013
Jorge Orlando Melo
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Los campesinos de Buenos Aires (Bolívar) acaban de recibir el Premio Nacional de Paz 2013. Son unas 100 familias que, desde hace casi 20 años, tratan de recuperar la tierra de la que fueron expulsados en los noventa, por gente relacionada con el narcotráfico. En el 2003 y cuando se firmó la paz con los paramilitares en el 2006, volvieron a las tierras que habían trabajado, pero fueron expulsados otra vez al poco tiempo. Con tractores con palma africana, bloquearon los senderos y servidumbres y quemaron las casas de los campesinos.
Esta es una vieja historia. Risaralda, la novela de Bernardo Arias Trujillo, cuenta la expulsión de los campesinos que se refugiaron en las selvas cercanas a Cartago y la Virginia a comienzos del siglo XX. Un libro de un hijo de los empresarios de entonces cuenta cómo su padre lo llevaba a ver arder las casas de los negros en las orillas del Cauca.
Lo inesperado de los campesinos de Bolívar es que, tras 20 años de violencia e injusticias, insisten en defenderse en forma pacífica. A la fuerza oponen la no violencia, el recurso a las leyes, los trámites ante las instituciones. No aceptan que para luchar contra la injusticia sea válido hacer lo que rechazan en los demás.
Y esto es insólito –y su historia es conmovedora–, porque en Colombia hemos vivido durante 60 años bajo el dominio de la teoría contraria: que como hay violencias injustas contra los pobres y los débiles, la respuesta legítima es la violencia de los desposeídos. Esta ha sido la gran justificación de la guerrilla: que responden con las armas a la armas de los propietarios e incluso, porque la teoría se va estirando, a la violencia estructural, a la desigualdad y la pobreza. Y cada rato muchos colombianos alegan que nada se puede lograr “por las buenas”. Estudiantes, campesinos, ciudadanos dicen que si la protesta no se acompaña de actos de fuerza, no se atenderá. Tiran piedras y bombas “papa”, queman carros, bloquean las vías por las que se mueven los ciudadanos, retienen funcionarios. Y si alguien trata de frenarlos, alegan que se está “criminalizando la protesta”.
Los campesinos de ASOCAB saben que la teoría de la guerrilla, la idea de que la forma más apropiada de enfrentar la guerra es la guerra, ha traído medio siglo de horror y sufrimiento. Al usar las armas justificaron la violencia de los paramilitares y convirtieron la lucha por una sociedad justa y por unas instituciones democráticas en una guerra entre fusiles, con una secuencia imparable de venganzas y retaliaciones. Cada bando tiene ahora miles de víctimas y victimarios, cada lado siente que tiene la justicia de su parte porque los otros han asesinado, secuestrado, masacrado, extorsionado, robado tierras de dueños legítimos o de campesinos inocentes. Las negociaciones de paz, además de los acuerdos prácticos, tendrán que llegar a la aceptación, por las FARC, de que su lucha no solo fue infructuosa, sino un error terrible y contraproducente.
Los campesinos saben que apelar a las leyes, las marchas pacíficas, la unión de los débiles, no les garantiza la justicia. Que las instituciones funcionan mal, se sesgan a favor de los grandes propietarios, tienen funcionarios corruptos. Pero están convencidos de que, aunque a veces la injusticia triunfe, la no violencia como forma de acción es el único camino, aunque sea difícil y lleno de fracasos, para tener una sociedad justa. Y que además de que produce mejores resultados (los triunfos esporádicos a la fuerza llevan a represalias y nuevas derrotas), la no violencia es el único camino para lograr una sociedad decente, en la que la autoridad moral la tengan los que se imponen la difícil disciplina de la paz.
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