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Actualizado hace 31 minutes | ISSN: 2805-6396

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Columnistas


Los diálogos de La Habana y la flexibilidad constitucional

09 de Agosto de 2013

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Antonio Barreto Rozo

Profesor de Derecho Constitucional e Historia del Derecho de la Universidad de Los Andes

           

 

 

En el delicado asunto de la refrendación popular de aquello que resulte pactado en los diálogos de La Habana entre el Gobierno y las FARC –si es que tal llega a ser el caso– parece haberse desestimado –o por lo menos, no valorado de manera suficiente– uno de los elementos más destacados que ha acompañado al constitucionalismo colombiano al menos desde la segunda mitad del siglo XIX: la flexibilidad de sus constituciones. Tener constituciones “más flexibles” –por oposición a las constituciones “más rígidas”– significa extender documentos políticos de relativa fácil reforma. En cientos de ocasiones se ha comparado la reforma constitucional del caso colombiano con el estadounidense: mientras en el primero –de tipo más flexible– la Constitución se puede reformar sin el aval de sus entidades territoriales, en la segunda –de tipo más rígido– se requiere para su aprobación el aval de las tres cuartas partes de los estados que componen la federación.

 

Por ello no es extraño que mientras la Constitución de  EE UU de 1787 cuente en su haber con alrededor de 27 reformas constitucionales, la de Colombia de 1886 lo haya sido aproximadamente en 67 ocasiones durante 105 años de existencia, y la aún joven de 1991 ya lleve cerca de 38 reformas. En buena parte, ello se debe a la cultura jurídica presente en cada entorno. Hay evidencias de que en el caso colombiano hubo intentos de concebir constituciones rígidas durante el siglo XIX. Uno de los casos más famosos es el de la primera Constitución nacional que imperó en nuestro territorio –la de 1821–, la cual, inspirada por El Libertador, prohibía su reforma “después que una práctica de diez o más años haya descubierto todos los inconvenientes o ventajas de la presente Constitución” (art. 191). Pero, como emblemáticamente lo recordara Lasalle a los fracasados impulsores de la Revolución Alemana de 1848, las constituciones también son de papel y así el citado fragmento de la de 1821 se quedó solo en eso. Como es sabido, aciagos fueron los últimos años de Simón Bolívar y el fracaso de su proyecto constitucional representaría un doloroso vaticinio de las numerosas constituciones y guerras civiles que estarían por venir.

 

En la década de 1880 a 1890, la solución de los regeneradores –como Rafael Núñez, Miguel Antonio Caro o Eliseo Payán, entre otros– fue muy distinta. En lugar de acudir a cánones normativos rígidos ante una eventual reforma de la Carta de 1886, decidieron que para reformarla bastaba con un acto legislativo propuesto y aprobado por el propio Congreso de la República, apartándose así de los componentes rígidos de reforma propios de la Constitución de 1863, que incluían la intervención obligatoria de la mayoría de las legislaturas de los estados de la Unión, la aprobación por ambas cámaras del Congreso y el voto unánime del Senado de Plenipotenciarios. El resultado es que la Constitución de 1886, si bien la más reformada, es la que al día de hoy mayor duración ha tenido en nuestra historia constitucional. Quizás no hubiera durado ni siquiera los años que ya tiene la de 1991 si en su lugar la hubiera regido un esquema rígido de reforma: ante el primer brote de disenso constitucional –a la sazón ocurrido en 1910– los reformistas probablemente se hubieran visto en la necesidad de propugnar por su fulminante derogación para así abrirle paso al cambio constitucional. Pero ello no fue así, debido en parte a la flexibilidad de reforma constitucional que caracterizó a la Constitución de 1886 y que ciertamente heredó la de 1991.

 

Es esa flexibilidad de reforma constitucional la que debe capitalizar el Gobierno en los diálogos con las FARC en La Habana. No hace falta devastar todo el proyecto constitucional de 1991 para introducir significativas –incluso profundas– dosis de reforma en su seno. Su flexibilidad es amplia, aun cuando no ilimitada, constituyendo uno de los más claros límites el cuidadosamente desarrollado por la Corte Constitucional, en el sentido de que una reforma no puede terminar sustituyendo el proyecto constitucional mismo. Llamo entonces la atención en que el Gobierno no solo cuenta con varios mecanismos jurídicos de reforma constitucional –entre ellos el acto legislativo y el referendo, sino también –como un asunto que ha pasado casi inadvertido en los medios– en que puede realizar una combinación de estos. Uno de los ejemplos más claros se encuentra en el artículo 377 de la Constitución, donde una reforma mediante acto legislativo de aspectos claves de la Constitución –como los derechos fundamentales o los mecanismos de participación– debe ser complementada –y validada– con el mecanismo del referendo si así lo exige un cinco por ciento de los ciudadanos que integran el censo electoral. Dado que es previsible que el pacto producto de los diálogos de La Habana –de llegarse a buen puerto– modifique aspectos significativos de la Constitución de 1991, no sería descabellado pensar en su adopción preliminar como acto legislativo para luego acudir a la aprobación general del pueblo colombiano mediante referendo. Amanecerá y veremos.

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