Cultura y derecho
Los años a la par de las estaciones
30 de Junio de 2012
José Arizala |
Hace algunos años leí la trilogía novelística sobre Nueva York del escritor Paul Auster. A mi manera de ver, un buen escritor, pero no un gran escritor. Intentaba una técnica literaria original, que a ratos distraía, pero su prosa no me pareció sobresaliente. Sin embargo, atraído por la propaganda y las notas de algunos críticos, compré y leí su última obra, Diario de invierno (Anagrama, Barcelona, 2012). Como su título lo sugiere, se trata de un diario que se convierte en autobiografía. Este libro me gusta más que los anteriores.
La primera anotación la hace el autor sobre algo que le ocurre al personaje que, sin duda, no es otro que él mismo. Cuando este tiene seis años. Se despierta y se dirige con los pies desnudos a la ventana en una mañana en que cae la nieve, que ya comienza a poner blancas las ramas de los árboles frente a la ventana de la casa.
El invierno es el final de las estaciones. Los pies desnudos son el comienzo de la vida y la casa, el lugar en que vivirá hasta el final de sus días. Esos días se sucederán como las lluvias, las hojas secas del otoño, o los copos de nieve. Igualmente las habitaciones, los edificios o las casas del campo o de las grandes ciudades. Una característica de esta novela es que a la par que se señalan los años del personaje, describe los lugares donde el escritor vive, o mejor, escribe, pues esta es su pasión, incluso algo más, su necesidad para existir.
En cierta manera el tema de la autobiografía resulta ser no tanto la vida, sino la preparación para la muerte. Sabemos que estamos vivos, pero que, quizá, de repente, o tras una larga agonía, nos hundiremos en la nada. Desde luego que la cuestión no surge en todas las páginas, pero lo presentimos.
Auster nos prepara para aceptar el final. Sobre todo con los relatos breves de la muerte del padre, primero, y luego de su madre. Sobre todo cuando cuenta el accidente automovilístico que lo lleva a él, a su esposa y a su hija, a pocos metros de la muerte. Luego con sus reflexiones sobre el infarto cardiaco que sufre a los 50 años, que lo derrumba en medio del dolor y en la soledad del cuarto. Sin embargo, no vienen acompañadas del temor a morir. Al contrario, se siente tranquilo y piensa rápidamente que quizá la muerte no es tan mala como creíamos. Descubre que “cuando a una persona le llega el momento de morir su ser se muda a otra zona de la conciencia donde es capaz de aceptarla”. Luego cambia de opinión cuando aullaste de terror, tirado en el suelo, porque la muerte estaba dentro de ti y no querías morir. Su entusiasmo por el béisbol a los siete años se convirtió para él “en la cima de la felicidad, lo más grande que podías hacer con tu cuerpo”.
Después vendrá el momento más complejo de su vida, el despertar de su sexualidad y la de toda su generación. El constreñimiento en el hogar y sobre todo en la universidad, en una época muy conservadora en la política y en las costumbres de los EE UU. Luego vendrán las relaciones de chicos y chicas que se convertirán en el libertinaje del sexo, las drogas y el alcohol. Sus primeras excursiones en busca de las putas. Del amor-dinero, pasando por la ardorosa masturbación de adolescentes. Varios son los episodios que conocemos al respecto, unos alegres, otros, sombríos.
En lugares sórdidos o hermosos, como en las orillas del Sena, en la ciudad de la luz y del amor. Y todo esto en medio de los fracasos matrimoniales, el nacimiento de los hijos, etc.
Vale la pena mencionar a Sandra, de “cuerpo majestuoso”, la prostituta inolvidable: hizo de cada encuentro unas horas de ternura, de cariño, de entrega. Capaz de acompañar al periodista, al escritor, al profesor, a recitar en la cama los versos de Baudelaire. “Fue uno de los momentos más extraordinarios de mi vida, de los más felices, e incluso seguiste pensando en Sandra cuando regresaste a Nueva York”.
¿Lo que nos dice Auster es lo mismo de siempre? Creemos encontrar en su relato no otras verdades, pero sí un acento distinto, otro ritmo, otro eco de la misma angustia, otra sed, otra memoria, un tiempo impulsado por el viento de los años vividos.
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