Columnistas
Lo mínimo del derecho penal máximo
26 de Junio de 2012
Orlando Muñoz Neira Abogado admitido en la barra de abogados de Nueva York
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En una aclaración de voto respecto de la Sentencia C-226 del 2002 de la Corte Constitucional, mediante la cual declaró exequible la eliminación que el Código Penal de 2000 hizo del delito de bigamia, los entonces magistrados Manuel José Cepeda y Eduardo Montealegre aclararon su voto porque les pareció que la motivación de la sentencia había excluido unos apartes sugeridos por ellos en los que aclaraban que la libertad del Congreso para establecer delitos y señalar penas no es muy amplia. Aunque el Congreso, sostenían, “goza de una cierta libertad para desarrollar la política criminal”, tiene límites constitucionales como el llamado derecho penal mínimo.
La misma Corte ha venido desarrollando este concepto, señalando que se ve claramente reflejado en el principio de oportunidad (C-095/07); posición adoptada a su vez por múltiples juristas. Con todo, el derecho penal mínimo sigue siendo un ideal. Como lo decía el genio del garantismo Luigi Ferrajoli, hay más bien sistemas penales que tienden o a un derecho penal mínimo o a un derecho penal máximo. Y en nuestro caso, la Constitución otorga un poder de configuración al Congreso que le da margen para estipular sanciones penales que en la práctica se pueden alejar del ideal del derecho penal mínimo; así, algunas podrían implicar, al menos en teoría, la posibilidad de que un ser humano con expectativa de vida normal pase el resto de sus días tras las rejas. Cómo no recordar al respecto la Sentencia C-565 de 1993, en la que la Corte Constitucional declaró exequible la pena máxima de 60 años para los delitos de secuestro y homicidio. Y otro tanto ha ocurrido cuando el legislador ha limitado rebajas de penas, aumentado las posibilidades de detención preventiva, prohibido preacuerdos o limitado el principio de oportunidad (ver por ejemplo la Sent. C-738/08 y hasta cierto punto la C-318/08 de la misma Corte).
Entonces, el legislador penal, aun respetando los límites constitucionales, puede ser más severo, y esta tendencia se acentúa cuando cunde en la opinión pública la rabia colectiva por los estragos sociales o individuales derivados del delito e incluso, de conductas no tipificadas. El punto, en mi opinión, no es entonces que el legislador, dentro de los límites de la Carta –insisto– pueda ser más rudo. Me parece que la pregunta que debemos hacer a la hora de echar mano del Derecho Penal para controlar o aminorar conductas indeseables, es si el efecto pretendido surgirá indefectiblemente de normas que sobre el papel son más drásticas.
El solo incremento de penas o la limitación de los subrogados plantea el problema de la cantidad de internos que aguanta el sistema carcelario. La limitación del principio de oportunidad trae como contrapartida que los esfuerzos del aparato punitivo no se puedan orientar hacia conductas de mayor impacto social, y la prohibición de rebajas por preacuerdos en determinados delitos simplemente obliga al aparato instructor a gastar más recursos humanos y económicos para adelantar miles de juicios que se hubieran podido evitar si una talanquera legal no fuera obstáculo para un derecho penal premial en esos casos.
En otras palabras, así como en un mundo ideal un gobierno puede prometer leche y miel a sus coasociados y frustrarlos al no contar con los recursos para adquirirlas, el Derecho Penal que se ensancha sobre el papel sin contar con las herramientas que el aparato punitivo requiere, confirmará la plena vigencia del adagio popular que reza: “el que mucho abarca, poco aprieta”.
Aunque respeto su posición, no creo en el mundo ilusorio de quienes predican que la privación legal de la libertad puede borrarse de un solo tajo en las actuales circunstancias, más allá de la histeria que el crimen suscita (sin obviar, claro está, los problemas sociales que lo desencadenan); pero enfrentar el crimen de forma eficiente, no depende simplemente de prometer en la ley consecuencias punibles drásticas, sino ante todo de tener con qué aplicarlas. Si los recursos son limitados, si el personal al servicio de la justicia a veces no da abasto o si algunos de ellos tienen que trabajar con las uñas; si el Estado, como creación humana que es, no es omnipotente, mejor nos serviría un derecho penal que prometa sancionar aquello que pueda cumplir en mayor medida. Es increíble, pero en este punto, tanto el ideal del derecho penal mínimo como el de quienes pretenden un derecho penal justiciero podrían llegar a un punto común: un derecho penal delgado pero eficiente.
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*Las opiniones de esta columna son exclusivas del autor y no representan la opinión de su actual empleador.
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