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Actualizado hace 19 minutes | ISSN: 2805-6396

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Curiosidades y…


Libre albedrío

07 de Noviembre de 2014

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Antonio Vélez

Antonio Vélez

 

 

 

 

En un experimento que ya se ha hecho famoso, después de fijar ciertos electrodos sobre el cuero cabelludo de un sujeto, se le pidió que, cuando lo deseara, diera un golpe a la mesa con la mano derecha. Pues bien, al observar la actividad del cerebro en el monitor, y contra todo lo esperado, el movimiento de la mano estuvo precedido en cerca de 800 milisegundos por una actividad eléctrica en el cerebro relacionada con dicho movimiento. En otras palabras, antes de que el sujeto tomara la decisión, su cerebro ya la había tomado por él; sin embargo, predominaba en el sujeto la ilusión de que su pensamiento antecedió a la acción, esto es, de que se trató de un acto voluntario. Lo que tomaba como causa era el efecto. Puede añadirse también que si por medio de estimulación magnética o eléctrica se inducen movimientos en el paciente, este cree que son debidos a su voluntad, y se inventa alguna razón que le parezca valedera.

 

Baruch Spinoza, en La ética, afirmaba: “Los hombres están equivocados al pensar que son libres. Sus opiniones están fabricadas por la consciencia de sus propias acciones y por la ignorancia de las causas por las cuales ellas están determinadas. Su idea de libertad, por consiguiente, es simplemente la ignorancia de las causas de sus acciones”. El médico Detlev Ganten da la razón a Spinoza: desde el punto de vista sicológico, nuestras decisiones no tienen causas, sino motivos: pero la preparación de la actividad mental, en cierta forma a escondidas, confiere la ilusión del libre albedrío.

 

El neurólogo Dick Swaab asegura que el libre albedrío no existe, que se trata de una agradable ilusión, que la toma de decisiones se lleva a cabo de una forma inconsciente, que solo somos conscientes de la elección segundos después de que ocurre, cuando alcanza la corteza cerebral y se hace consciente. Cuando creemos haber tomado una decisión, en realidad ciertas partes del cerebro han decidido por nosotros.

 

El neurólogo Otfried Höffe saca conclusiones: “Como consecuencia de lo anterior, el hombre carece tanto de libertad como de responsabilidad, y el concepto de imputabilidad, esencial en el derecho penal, pierde su fundamento. El dedo tira del gatillo y un hombre cae muerto. De acuerdo con la secuencia temporal descubierta, el pulso eléctrico que lleva la orden al dedo antecede a la voluntad de disparar. Esta parece ser solo el eco neurológico de la decisión de nuestro cerebro. Por tanto, el cerebro es el asesino, no el yo consciente, pero culpamos a este. Parece que el sentimiento que tenemos de libre voluntad es algo mental que, con un pequeñísimo retraso temporal, acompaña la acción. En todo caso, si nos atenemos al reloj, la voluntad consciente no precede a aquellas acciones cerebrales que se transforman en actos voluntarios espontáneos”.

 

Otros neurólogos lo confirman: una gran parte de aquellos momentos en que tomamos decisiones es el resultado de la acción de circuitos y procesos moleculares que actúan sin consultar el pensamiento consciente. El hecho de que la mayor parte de la actividad neuronal no pase por el ojo atento de la consciencia hace que tengamos la ilusión de ser dueños absolutos de nuestras decisiones.

 

William James, en Pragmatismo, completa la idea: “Si un acto ‘libre’ es una novedad pura, entonces no proviene de mí, de mi yo previo, sino de la nada, y simplemente se me pega; ¿cómo puedo yo, el yo previo, ser responsable?”. Entonces, ¿somos responsables de nuestros actos, como siempre se ha creído? A la luz de los experimentos descritos, la respuesta ya no parece tan sencilla. Queda abierto un interesante problema para este siglo que apenas comienza. Se trata de la justicia, y  atañe a los abogados.

 

Suena sensato pensar en tratar a  los reos, aun a los peores, de un modo más compasivo. Calificar como malas a aquellas personas que obran mal debido a disposiciones que a veces se salen de todo control consciente no significa otra cosa que castigar el resultado de un desarrollo fatal del cerebro, del cual su dueño podría no ser culpable

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