Columnistas
‘Libertad’ de Jonathan Franzen
14 de Febrero de 2012
Diego López Medina Profesor de la Universidad de Los Andes. Miembro fundador de Dejusticia diego.ambito.juridico@hotmail.com
|
Libertad, la última novela de Jonathan Franzen, ha sido justamente celebrada como la gran novela estadounidense de los últimos años. Franzen es un crítico cultural implacable como lo muestran sus obras literarias y ensayísticas. En un importante escrito de 1998 en la revista Harper’s, Franzen se declaró en guerra con gran parte de la cultura popular de los Estados Unidos: en su opinión, la televisión ocupa hoy el lugar central que tenía la novela como vehículo central de reflexión moral o intelectual. Eso ha creado narrativas pobres, de “bajo” valor estético e intelectual que Franzen critica acerbamente. Según él, los novelistas deberían ser figuras centrales en los debates culturales y, para ilustrar su punto, evoca el lugar preeminente que tuvo en Alemania Günther Grass y que él añora para alguno de los grandes escritores americanos (Roth, De Lillo) que, aunque celebrados entre las élites culturales, no pueden competir con ninguno de los productos de consumo cultural masivo.
No es sin razón, claro, que Franzen es acusado de esnobismo intelectual. Pero más allá de esta discusión, todavía tiene la aspiración de escribir una gran novela social y es posible que Libertad lo sea. La virtud más aplastante de la obra es la exquisita complejidad de los personajes y la maraña de relaciones y afectos que sostienen su trama. Allí explora qué se reclama cuando, tanto individuos como grupos en los Estados Unidos, invocan su “libertad”. No se trata, por supuesto, de la crítica conservadora según la cual el “libertinaje” no es “libertad” y la libertad solo consiste en la capacidad de escoger lo bueno. Los personajes, por el contrario, se mueven siempre en la incertidumbre de conocer qué es lo bueno, a pesar de que la puridad de sus motivos o de sus proyectos sea contundente. Walter Berglund, uno de los protagonistas, es liberal, ambientalista y socialmente responsable, pero al final del día no deja de confundirse soberanamente sobre dónde está el bien y dónde el mal (si acaso ellos, a su vez, fueran ubicables).
La novela, en efecto, es una reflexión sobre la búsqueda, frecuentemente fallida, de las “libertades personales” en una sociedad que, como la gringa, las mitifica. La novela, por tanto, no es una celebración de la “libertad” (al estilo de escritores ultraliberales como Rand, Atwood u Orwell); no es tampoco una negación determinista de su existencia. Es, más bien, una indagación compleja de los muchos proyectos personales que la “libertad” asume en la vida contemporánea y los resultados, imprevistos y sorprendentes, que de allí resultan. Se presupone, con frecuencia, que las libertades son “derechos” y que, por tanto, otorgan o aumentan el “poder” individual. Franzen examina, con ojo implacable en muy sólidos y creíbles personajes, cómo la búsqueda y el ejercicio de la libertad pueden ser también expresión del malestar de vivir y de debilidad –no de poder.
Para Franzen, “la personalidad propensa al sueño de libertad ilimitada es también la personalidad inclinada, si el sueño se vuelve rancio, a la misantropía y a la ira”. Así, por ejemplo, la novela muestra cómo el acceso a la clase media americana es el prerrequisito de muchas de las “libertades” que esa sociedad atesora: libertad de consumo, de poseer una gran camioneta, de vivir el sueño americano. La lucha por esas “libertades”, además, ha lanzado a los Estados Unidos a guerras en el Medio Oriente para lograr que allí se instale también la “libertad” y, claro, se mantenga el flujo de petróleo que permite la vida “libre” del consumo
y la acumulación en la América suburbana. En este sentido, Estados Unidos sigue siendo “the land of the free”, ahora en un sentido algo más paradójico y angustiante.
Esta narración ofrece así una explicación más dura y escéptica de las “libertades personales” que garantiza la Constitución de los Estados Unidos: no son tanto aspiraciones que se deban celebrar sino libertades precarias y mezquinas, las “libertades” del resentimiento, que apenas quedan como consuelo de masivas desigualdades sociales. El discurso de las “libertades” se repite con mayor insistencia en los márgenes de la sociedad americana donde algunos, empobrecidos y asustados por las guerras raciales, se han convertido en el último baluarte de las “freedoms”, a la manera de “yeomen” contemporáneos. Reclaman la muy estadounidense libertad de tener armas, de decir lo que se quiera, de propiedad para sobreexplotar la naturaleza y el medio ambiente, de ir a cualquiera de los cultos en el mall religioso de los Estados Unidos; de ingresar libremente en las dinámicas del consumo y del crédito, tomar una copa de zinfandel californiano todas las noches después de acostar a los niños, invadir a Irak, usar chanclas en la calle y disfrutar sin limitaciones de los “tecno-gadgets”. Las “libertades” del mundo libre que todos deberíamos disfrutar pero que, por ellas solas, no parecen disminuir en nada el malestar de la existencia.
En Colombia utilizamos cada vez menos la fuerza simbólica de las “libertades” que han sido subsumidas en “derechos”. Pero los “derechos”, no menos que las “libertades”, pueden ser expresión de debilidad y no de fuerza existencial. Al menos así parece creerlo Franzen.
Opina, Comenta