Reflexiones
La vida de una maestra antioqueña
15 de Febrero de 2013
Jorge Orlando Melo
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El proceso de canonización de Laura Montoya ha llenado de entusiasmo a muchos antioqueños, en una sociedad en la que la religión fue, de fines del siglo XVIII a fines del siglo XX, la principal fuerza social. Yo tengo una reacción ambigua frente a la Madre Laura, pues me inquieta el estímulo a la credulidad colectiva, ansiosa de encontrar curas misteriosas a las enfermedades que la medicina todavía no ha logrado enfrentar.
Al mismo tiempo, me gusta que, si vamos a tener santos y santas en Colombia, el Vaticano comience canonizando a una escritora, poetisa y maestra, graduada en 1893 en la Normal de Señoritas de Medellín. Maestros santos son varios, pero fuera de Edith Stein, una profesora universitaria, no recuerdo a ninguna maestra santa. Su vida, contada en prosa ágil en una extensa autobiografía, muestra una de esas antioqueñas enérgicas que se imponen a los prejuicios de los hombres y de la sociedad tan tradicionalista y convencional en la que viven.
Con poco más de 15 años, huérfana de padre, llega a Medellín, para estudiar lo único que entonces le ofrecía la oportunidad de ganar con que apoyar a su madre empobrecida: magisterio. Para sostenerse maneja, durante unos meses, el manicomio de Medellín: 80 locos dependen de su energía adolescente para comer, tener ropas limpias y vivir sin violencia. Graduada, pasa de escuela en escuela, por varios municipios de Antioquia, hasta que pasa al colegio que ha fundado en Medellín una prima rica. Un incidente la pone en la picota pública: una de sus estudiantes se arrepiente de su matrimonio en la antesala de la iglesia, y los familiares ofendidos del novio se lanzan contra ella, culpable de una especie de seducción espiritual. Alfonso Castro, un novelista liberal importante, escribe La hija espiritual, donde la pinta con los más negros colores. Laura, amiga de otro liberal al que conoció cuando enseñaba en Santodomingo, Tomás Carrasquilla, escribe a cuatro manos con él una magnífica carta, que se publica hoy en las obras completas del novelista.
Su obsesión, su pasión religiosa, es convertir a los indios. En una sociedad en la que los ven como animales, sin alma ni entendimiento, el paternalismo igualitario de Laura Montoya es respetuoso. Quiere vivir entre ellos, para salvar sus almas, pero sin imponerles la cultura de los blancos, sin explotarlos, sin vivir de su trabajo. Los antioqueños se escandalizan: una mujer en un trabajo que ni siquiera pueden hacer los hombres, en medio de gentes desnudas, con la ilusión de educar a una gente que es mejor destruir. Su narración muestra los prejuicios que debe enfrentar, y da prueba de sus convicciones: se escandaliza por la forma como los explotan y por la pérdida de sus tierras, no quiere taparles el pecho a las indias (eso es como si a nosotras “nos hicieran cubrir las narices”, dice, cuando un cura le pide que lo haga), los sienta a la mesa con las monjas, no acepta una casa cuando la condición es que no sea para los indios (“donde no caben los indios no caben las misioneras”).
Termina fundando una congregación de misioneras, generosas y dedicadas. La biografía cuenta, con prudencia y crudeza, las intrigas eclesiásticas y de los jerarcas. Aunque tiene al comienzo el apoyo del joven obispo de Santa Rosa de Osos, Mgr. Miguel Ángel Builes, termina sacando sus novicias a escondidas de la diócesis, ante la persecución del obispo.
Las misioneras no son perfectas, y algunos investigadores les han atribuido, sin pruebas, la conservación de la ablación del clítoris entre los emberas, una costumbre que ha tenido las explicaciones más peregrinas de los expertos. Pero frente a la visión discriminatoria de los dirigentes seculares y religiosos de Antioquia y del país, la mirada igualitaria de Laura Montoya es un anticipo de lo que apenas ahora estamos logrando.
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