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Actualizado hace 6 hours | ISSN: 2805-6396

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Temas Contemporáneos


La paradoja de la guerra: del dolor a la fascinación

27 de Julio de 2011

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Foto: Andrés Mejía Vergnaud

 

Andrés Mejía Vergnaud

andresmejiav@gmail.com

Twitter: @AndresMejiaV

 

Voltaire, considerado por Borges como el mejor prosista de la lengua francesa, y quizás de todas las lenguas, pensaba que la guerra es el peor de todos los males, por cuanto es el único de ellos que trae consigo los demás. Si la muerte, el dolor, la enfermedad y el hambre son aflicciones humanas, la guerra, que produce todos los anteriores, necesariamente debe considerarse como el peor azote que puede caer sobre la humanidad.

 

Habría que estar muy loco para poner en duda lo anterior: donde quiera que haya guerra, el producto más evidente de esta es la miseria, entendida en el sentido más amplio. Campos arrasados; ciudades destruidas; edificaciones pulverizadas; carreteras y puentes reducidos a ruina; pobreza, atraso, enfermedades, hambre y, lo peor, la muerte de miles y hasta de millones de seres humanos, en especial de los jóvenes que marchan a los campos de batalla, y de los civiles cuya vida se pierde como inevitable efecto de las hostilidades, incluso en estos tiempos de alta tecnología y de armas de precisión.

 

La contemplación de toda evidencia nos enseña la desdicha que la guerra produce. Pero también nos enseña otra cara de la cuestión, la cual produce una inmensa paradoja: la guerra, pese a todo lo anterior, sucede, existe, se practica y se sigue practicando. Ni siquiera la evidencia de sus efectos puede detener a los humanos, quienes siguen involucrándose en enfrentamientos bélicos, y constantemente se preparan para ello. Dedican, además, buena parte de su producto y de su riqueza al aprestamiento militar. Pero esto no es todo: además de practicar la guerra, es evidente que los humanos sienten hacia ella una fascinación. En la literatura, en el cine y en las artes, los conflictos bélicos se convierten en gestas heroicas, de las cuales disfrutamos –no lo negaré- millones y millones. Así fue en el pasado, así es en el presente, y será así en el futuro: no podremos evitar la paradójica seducción de esta, la más detestable de todas las circunstancias. El propio Voltaire captó esta paradoja, cuando, en su Diccionario Filosófico, escribió: “Sin duda, es un gran arte este que desola los campos, destruye las moradas y hace que, en un año cualquiera, perezcan cuarenta mil hombres de cien mil”.

 

¿Cómo podría explicarse esta paradoja? ¿Cómo podríamos entender el hecho de que los humanos practiquemos la actividad que más nos destruye, y que además sintamos hacia ella fascinación? Múltiples hipótesis podrían proponerse. Pero cree el autor de estas líneas que, entre todas ellas, las más interesantes son las que apuntan a lo que, de manera provisional, podríamos llamar la inevitabilidad de la guerra. ¿Es acaso posible que haya circunstancias cuyo efecto sea una propensión humana al conflicto bélico? Si así fuese, y si lográramos entender tales circunstancias, comprenderíamos por qué a la vez repudiamos las consecuencias de la guerra, pero estamos más que dispuestos a hacerla, y además admiramos a quienes la hacen y la han hecho.

 

¿Es inevitable la guerra?

Nótese que, al hablar de inevitabilidad, no queremos decir que sea fútil todo esfuerzo humano para prevenir la guerra: de hecho, la historia reciente del mundo indica que los conflictos entre países han ido disminuyendo su ocurrencia, al menos si esto se mira en una perspectiva histórica. Son concebibles, de hecho, varias circunstancias que pueden reducir y de hecho reducen la ocurrencia de enfrentamientos bélicos: la mayor interdependencia de las sociedades, la existencia de organizaciones multilaterales como las Naciones Unidas, los progresos en el Derecho Internacional, la existencia de equilibrios estratégicos disuasivos, la gradual toma de conciencia, etc. Cuando hablamos de inevitabilidad, entonces, no nos referimos necesariamente a la ocurrencia de las hostilidades, sino de las circunstancias en las cuales ellas pueden surgir. Citando a Thomas Hobbes, sobre quien más adelante volveremos, “... la guerra no consiste únicamente en la batalla, ni en el acto de combatir; sino en aquel lapso de tiempo en el cual la voluntad de enfrentarse en batalla es suficientemente conocida”. Lo que examinaremos es la vigencia de circunstancias que creen una propensión al conflicto, una propensión que es inevitable, así se logre controlar su desarrollo.

 

En la sociedad y en la mente

Provisionalmente, diremos que esta propensión la podemos buscar en dos lugares, aun cuando luego veremos el modo como ellos se entrelazan. Tales lugares son la sociedad y la mente. En el primer caso, nos preguntaremos si la concurrencia de los seres humanos en grupos sociales organizados conlleva una propensión hacia el conflicto, por causas relacionadas con el modo como los humanos persiguen sus fines dentro del grupo social. En el segundo caso partiremos de una pregunta fascinante, que habría sonado descabellada hace 100 años: ¿está inscrita en la mente humana –en el cerebro, si se quiere- una inclinación hacia el enfrentamiento armado?

 

El mayor expositor de la primera hipótesis sigue siendo Thomas Hobbes, quien en su Leviatán (1651) aseveró que, cuando no existe un poder superior que mantenga el orden entre los hombres, estos inevitablemente se deslizan hacia el conflicto. Y sucede así por tres causas, propias del simple hecho de que los hombres viven juntos. La primera es la competencia por los recursos; la segunda es el temor a ser atacado, el cual produce el ánimo de atacar primero, es decir, la anticipación; y finalmente está el deseo de poder y gloria. El propio Hobbes pensó que este razonamiento, inicialmente concebido para hombres individuales, era aplicable a los países: estos entre sí mismos, por no hallarse sometidos a un poder superior, se comportan como los individuos que no pueden evitar el conflicto: “... en todo momento, los reyes y las personas de autoridad soberana, por su independencia, se hallan en continuo recelo, y en la condición y postura de gladiadores; con sus armas apuntándose, y sus miradas mutuamente fijas; esto es, sus fuertes, guarniciones, y armas en las fronteras de sus reinos; y continuamente espiando a sus vecinos, lo cual es una postura de guerra...”.

 

La segunda hipótesis es de desarrollo más contemporáneo, y a juicio de este autor, su mejor exposición puede hallarse en la obra Por qué los gobernantes optan por la guerra [Why Leaders Choose War], del joven prodigio Jonathan Renshon. El libro es un sumario de extensas investigaciones en sicología empírica, cuyo resultado podría sintetizarse así: hay elementos en la mente humana, originados en los milenios de la evolución, que hacen que el ser humano tenga una predisposición a la guerra. Más aún: dicha predisposición es más fuerte y más poderosa que los argumentos racionales que aconsejan la acción prudente en busca de la paz. De acuerdo con el libro, cuando los gobernantes enfrentan situaciones como las que normalmente preceden a un conflicto, y tratan de balancear las opciones de la acción bélica y la acción política, esas predisposiciones mentales les inclinan hacia la primera.

 

¿Cuáles son esas predisposiciones? Podemos resumirlas así. Primero, al interpretar las acciones del adversario, los humanos tendemos a verlas como si fuesen parte de la naturaleza de este. Es decir, creemos que el adversario es naturalmente hostil contra nosotros. Curiosamente, los actos que emprendemos como consecuencia de esto son, a su vez, interpretados por el adversario como propios de una naturaleza hostil contra él. Segundo: los humanos tendemos a sobreestimar nuestras capacidades; tenemos una tendencia natural a pensar que somos más fuertes, más ágiles, y más inteligentes de lo que realmente somos. Cosa esta que, naturalmente, nos lleva a creer que nuestro desempeño en un conflicto militar será más exitoso del que puede realmente ser. Y en tercer lugar, tenemos una cuestión de dilemas: cuando se nos plantean dos opciones, una de ellas con una pérdida segura para nosotros, y la otra con una pérdida apenas posible pero mayor (acompañada de una posible ganancia), tendemos a preferir la segunda opción, así un posible resultado de ella sea un gran daño.   Estamos así dispuestos a correr el riesgo de nuestra propia destrucción, por ejemplo, si creemos que este es apenas posible, y que en el juego es también posible que seamos vencedores. 

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