Columnistas
La nave del Estado
11 de Abril de 2011
Jorge Humberto Botero Abogado y ex ministro de Comercio, Industria y Turismo
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El Congreso le ha otorgado facultades al Gobierno para introducir algunas reformas a la administración central del Estado. Las medidas que se han anunciado no suscitan mayores debates. Revivir los ministerios de Salud y Trabajo, dotar de mejores instituciones al sector de infraestructura vial y puertos; reformar el DAS, Estupefacientes, la Superintendencia de Notariado y otras “manzanas podridas” del pasado reciente serán medidas bienvenidas, con razón, por la opinión pública.
Sin embargo, como estas reformas son un tanto marginales, es oportuno que, desde una perspectiva estructural y de largo plazo, nos ocupemos de analizar el Estado que tenemos. En fin de cuentas lo que haga y deje de hacer, y cómo lo haga, tiene una incidencia profunda en la vida social.
Afortunadamente, el debate actual no es ideológico. Está superada la propuesta del Estado omnipresente y la planificación económica centralizada; los desastres del modelo soviético han sido asimilados en casi todo el mundo. Hoy es firme el consenso sobre la necesidad de que el Estado no aplaste a la sociedad civil.
Del lado opuesto, la idea del Estado mínimo o neoliberal, que ahora seduce de nuevo a la derecha europea y estadounidense, no tiene cabida en los países pobres o de desarrollo intermedio, por múltiples razones: entre nosotros el Estado está todavía lejos de absorber, como sí en aquellos, casi el 50% del PIB; no hemos logrado resolver problemas básicos como la cobertura universal en salud y educación; la provisión de infraestructura física de calidad sigue siendo un anhelo que tardará en cumplirse y, lo que es más importante, estamos lejos de superar los niveles de pobreza extrema que agobian a una porción elevada de la población. El Estado tiene responsabilidades en todos estos campos.
La Constitución del 91 reconoce que hay tanto sociedad política (el Estado y las instituciones para-estatales, tales como los partidos, gremios, sindicatos y medios de comunicación), como sociedad civil (organizaciones sin ánimo de lucro y comunidad empresarial). Lograr que todos estos estamentos sean vigorosos y se interrelacionen bien es el gran reto de lo que podríamos llamar “ingeniería constitucional”.
La reelección presidencial inmediata, que Colombia había excluido durante toda su vida como República independiente, fue introducida mediante una enmienda constitucional, para hacer posible la postulación del Presidente en ejercicio. En este contexto, no es extraño que se hayan discutido hasta la saciedad los méritos del presidente Uribe, pero no la conveniencia de ese cambio trascendental.
En contra de la reelección inmediata cabe señalar que mientras más breve sea el mandato presidencial, mayor es la tentación del gobernante de propiciar políticas de corte populista. Si, para llevar las cosas al extremo, el periodo presidencial fuera de un año sin posibilidades de reelección, lógico fuera al gobernante congelar los precios de bienes y servicios y doblar los salarios. La economía daría un salto hacia adelante durante su breve mandato para desplomarse después, cuando ya no se le pueda exigir responsabilidad. El periodo de cuatro años es, dadas las complejidades del mundo actual, demasiado corto, lo cual, por supuesto no se corrige con la posibilidad de un segundo periodo consecutivo.
En EE UU, en donde también el periodo presidencial es de cuatro años y se admite la reelección inmediata, ha podido decirse que el Presidente, que suele gobernar durante ocho años, solo logra pensar los problemas de su país con una perspectiva de largo plazo en el breve lapso que media entre la confirmación de su gabinete por el Senado al comenzar su segundo periodo y las próximas elecciones de Congreso. Por eso es mucho mejor la fórmula de México: seis años sin posibilidades de reelección.
En el gobierno del presidente Betancourt se tomaron medidas para descentralizar el ingreso fiscal y permitir la elección popular de los alcaldes. Esta tendencia se profundizó en la Constitución del 91, cuando los antiguos territorios nacionales -la mitad de la superficie de Colombia- de un día para otro fueron convertidos en departamentos y sus gobernadores elegidos por el voto ciudadano. En la actualidad, el Estado central transfiere a las regiones algo así como la mitad de sus ingresos tributarios.
Triste es decirlo pero en muchas partes hemos fracasado como consecuencia de una insólita acumulación de factores: la persistencia de la guerrilla y el narcotráfico, el auge minero-energético, la debilidad institucional, los carruseles de la contratación, la absurda legalización de los juegos de azar. Algo hay que hacer e, infortunadamente, lo que se haga, para que sea eficaz, implicará restricciones a la autonomía política y fiscal de las regiones. Transferir transitoriamente en ciertos casos responsabilidades a la Nación y fortalecer los mecanismos de veeduría ciudadana son medidas indispensables.
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