Cultura y Derecho
La meditación del emperador
11 de Mayo de 2017
Andrés Mejía Vergnaud
Entre los años 161 y 180, los destinos de Roma estuvieron en manos de quien fuera llamado por Maquiavelo “el último de los Cinco Grandes Emperadores”. Así denominaba el famoso escritor y estrategia italiano a una serie de gobernantes de la antigua Ciudad: Nerva, Trajano, Adriano, Antonino Pío y Marco Aurelio. El mal cine y la mala televisión han vendido una imagen de los emperadores romanos como unos locos irrefrenables y caprichosos, extrapolando un poco la imagen de Calígula. Pero la larga sucesión de emperadores de Roma incluye numerosos nombres que pasaron a la historia por lo contrario. Basta ver la lista que acabamos de pedir prestada a Maquiavelo: a Trajano, por ejemplo, lo recordamos por sus campañas en Dacia, que afianzaron la seguridad de Roma por el Este; y le recordamos también por grandes obras urbanísticas como el Foro de Trajano, también conocido como Mercado de Trajano. A Adriano se le recuerda sobre todo por la muralla que lleva su nombre, y que separaba a la Britania romana de la misteriosa tierra de los Pictos, hoy conocida como Escocia. Y claro, está Marco Aurelio.
Está Marco Aurelio como prototipo de gobernante sabio, de príncipe filósofo. Habiendo compartido la investidura imperial durante ocho años con Lucio Vero, a título de coemperadores, Marco Aurelio asumió el Imperio de manera plena en el año 169. Se le recuerda por muchas cosas: por ser un hombre justo, por su interés en la jurisprudencia, y cómo no, por sus campañas militares, que eran en ese entonces el principal elemento en la obra de un emperador.
Pero la historia también recuerda a Marco Aurelio por sus notas. Sí, por aquellas notas que escribía entre compromisos de gobierno y campañas militares. Ellas, compiladas en 12 libros, y escritas en esa forma cosmopolita del griego a la que se llama “griego koiné”, son una fuente inagotable de la más bella prosa y de la más profunda y reflexiva filosofía de la vida. Se les conoce como Meditaciones.
¿Por qué “filosofía de la vida”? Los escritos de Marco Aurelio son una guía de la vida práctica, y su intención es aconsejar sobre el mejor modo de vivir. En ello, difiere de las temáticas abstractas y teóricas de los filósofos más conocidos de la antigüedad, como Platón y Aristóteles. Y tiene un aire de autoayuda y autosuperación. Solo que, en aquella época, la autosuperación no era como hoy ejercicio de charlatanes y vendedores de humo, sino oficio de filósofos.
Las reflexiones de Marco Aurelio pertenecen a una tendencia de pensamiento llamada estoicismo, que surgió en la Grecia antigua, pero se hizo sobre todo muy popular en la antigua Roma, donde tuvo cultores como Séneca, Cicerón, y claro, Marco Aurelio. Entre sus temas, el estoicismo daba gran importancia a la vida práctica y a la mejor manera de vivirla. Y en ello, con las debidas diferencias de matices entre sus autores, les caracteriza una búsqueda de la serenidad reflexiva, en la cual, siempre con el auxilio de la razón, se contemplan y se comprenden las circunstancias exteriores sin que ellas produzcan angustia o temor. En particular, el estoico asume una posición reflexiva frente a la muerte. En palabras del propio Marco Aurelio, “que cada uno de tus actos y palabras sean los de aquel que podría partir de esta vida en cualquier momento”. En el fondo de esto hay un cierto desdén por las circunstancias exteriores, vistas como pasajeras e intrascendentes: “Cuán rápido se desvanecen todas las cosas, tanto los cuerpos en el universo, como el recuerdo de los mismos en el tiempo”.
Mi opinión, puramente personal, es que, dejando de lado su caracterización del cuerpo y la mente, dejando de lado una cierta idea insostenible de armonía universal, y algunos otros elementos de un cierto trascendentalismo, hay un gran valor práctico en los escritos de Marco Aurelio. Y ese valor, sobre todo, está en señalar el poder de nuestra capacidad racional para dar razón de lo que sucede, y para ubicar nuestra existencia dentro de ese torrente de ocurrencias y sucesos. También es de gran valor su perspectiva de humildad, tan ajena a esa humanidad que luego se creyó centro del universo: “(...) pues la tierra en su totalidad no es más que un punto en el espacio”.
Y está, por supuesto, su elegante prosa, que tiene, a mi juicio, su logro más acabado en este párrafo: “Así que transita por este breve lapso de tiempo como quien es obediente a la naturaleza, y acepta tu fin con un corazón alegre, así como la oliva ha de madurar y caer, alabando la tierra que la sostuvo, y dando gracias al árbol que le dio origen”.
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