Columnistas
La inconsecuencia
11 de Diciembre de 2012
Orlando Muñoz Neira Abogado admitido en la barra de abogados de Nueva York
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La palabra consecuencia generalmente es utilizada para aludir a un suceso que es el resultado de otro. Sin embargo, otra acepción de este vocablo, menos común, es la que entiende por consecuencia la correspondencia “entre la conducta de una persona y los principios que profesa”. Es inconsecuente quien de labios para afuera promueve una doctrina que en la práctica no cumple. Por ejemplo, Jesucristo criticó con vehemencia la falta de consecuencia de los fariseos, que aparentaban seguir los dictados de la religión judía, pero que en la práctica no eran más que unos hipócritas.
La inconsecuencia es un mal que ha acompañado a la humanidad a lo largo de su historia, de modo que no es extraño que destacados ejemplos de ella se presenten por doquier en nuestros días. No deja de sorprender que no falten quienes en sus escritos y discursos pregonan la defensa de las garantías que otorga la democracia liberal, “la Constitución y los tratados”, pero en su comportamiento con sus subalternos son unos completos déspotas. Así, en el mundo de la práctica y de la enseñanza del Derecho, es triste ver ejemplos de juristas que con acicalada sapiencia escriben a favor de la visión más ampliada posible del respeto por los derechos y atacan sin contemplación la más mínima manifestación de desvío de la autoridad estatal de turno, y sin embargo a la hora de ejercer como jefes o profesores actúan como dictadores.
Quién no se ha encontrado, por ejemplo, con supuestos defensores de la democracia liberal, la proporcionalidad y la razón, que a la hora de calificar a sus estudiantes se inventan la regla de que nunca uno de sus alumnos podrá tener la máxima nota porque dizque “el cinco es para el profesor” como si los reglamentos estudiantiles no dijeran, con toda claridad, que la última es una calificación posible para el estudiante (¡para los catedráticos existen otros métodos de evaluación!). Peor aún ver a quienes se duelen del incremento de penas o del desprecio legislativo por el derecho penal mínimo, pero a la hora de imponer una reprimenda a una secretaria o a un estudiante pierden toda la misericordia que en sus peroratas reclaman para los peores criminales.
Igual inconsecuencia es palpable en quienes otrora maestros del Derecho, ya sentados en la silla de un alto cargo, cuando fungen como autores de decisiones sancionatorias, comienzan por pontificar sobre los mil y un límites del Derecho, pero a la hora de juzgar hacen un uso frecuentísimo de cuanto castigo les sea posible imponer. O qué tal el que suscribe una decisión innovadora en el otorgamiento de garantías ciudadanas, pero que al encuentro con uno de sus empleados, no es capaz de darle ni el saludo porque el único respeto que conoce es el que los demás le tienen que dispensar.
Lo mismo pasa cuando presuntos dueños de la opinión pública no tienen empacho en utilizar los más severos adjetivos en contra de figuras públicas (sin que se tomen la delicadeza de indagar primero con estas), pero se resienten y hasta amenazan con demandas y denuncias a quien ose en contradecir su sagrado criterio. Como quien dice, la única tolerancia que conocen es la que exigen para sí mismos.
¿No sería mejor, me pregunto, si en lugar de predicar lo que no practican, los inconsecuentes comenzaran por reconocer que los derechos que pregonan tienen límites, que la perfección estatal que añoran no siempre es humanamente posible, y que el control legítimo que al Estado corresponde ejercer a veces genera molestias que en aras del bien común y la justicia es mejor soportar? Por lo menos así en algo concordarían sus acciones con su discurso. Sería mejor comenzar por ser sinceros (¿verdad?) con el ejercicio propio de la autoridad (no solo la que da el poder estatal sino también las posiciones académicas), y ver si la conducta personal refleja un verdadero convencimiento de las ideas que se difunden. De lo contrario, la falta de consecuencia continuará brotando en quienes con sus acciones demuestran no estar persuadidos por los ideales que dicen defender.
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