Curiosidades Y...
La caridad comienza por casa
10 de Julio de 2013
Antonio Vélez |
Dicen los budistas que la palabra mío no debe siquiera figurar en el diccionario. El Islam y las religiones judeocristianas predican con insistencia los méritos que se derivan de compartir, y los castigos para los que no lo hagan: Alá premia al generoso, Jehová al misericordioso, Dios al caritativo, los ricos avaros no entrarán al reino de los cielos, y la Biblia lo compara con las dificultades del paso del camello por el ojo de la aguja (por un error de traducción, kamelos, que en griego significa el lazo con que amarran los barcos al muelle, se tradujo como camello).
Oídos sordos: toda persona, creyente o no, cuando ha podido acaparar bienes lo ha hecho más allá de toda medida razonable, en contra de todo el trabajo educativo de los padres, y contrariando los sanos principios éticos, o los retuerce para que digan lo que quiere que digan (la caridad empieza por casa, por ejemplo). O se inventan explicaciones para anestesiar los remordimientos: “Ojalá pudiera ayudar, pero no tengo en este momento” (ni en ninguno). O se pierde toda la claridad en el razonamiento, como lo señala Humberto Eco en El nombre de la rosa: “... pero cuando entra en juego la posesión de los bienes terrenales es difícil que los hombres razonen con justicia”. Dicen en charla, pero es en serio, que para amasar una fortuna hay que volver harina a los demás. Con toda razón, pues la vida es un juego de suma cero: lo que yo gano lo pierden los demás.
Los impulsos internos, controlados por nuestro ego, no se dejan convencer con tanta facilidad, pues fueron tallados, tras muchas penurias y centurias, por la selección natural. La tendencia a acaparar los bienes escasos es un sentimiento vital y a prueba de todo discurso, como la historia lo ha probado. Aunque no es para sentirnos orgullosos, somos los herederos de aquellos codiciosos que supieron acaparar y guardar. Por ningún motivo entendamos lo anterior como una justificación. Es algo muy natural, pero nadie lo considera virtuoso. Estamos de acuerdo en reprobar la codicia y en aprobar la generosidad.
Ser generoso, y hasta llegar a extremos, es fácil, pero el beneficiado debe ser un pariente cercano, los hijos, por ejemplo. Esto cabe dentro del paradigma darwiniano. Pero a medida que el parentesco, real o aparente (los hijos adoptivos, cuando se reciben desde tierna edad, son indistinguibles de los verdaderos), se aleja, el sacrificio que somos capaces de hacer por el otro disminuye en esa misma medida.
También llegamos a ser generosos para ganar puntos para el Cielo. O para la Tierra: es una especie de negocio, una inversión que vuelve atractiva y destacada a la persona. Hay ocasiones especiales en que la generosidad nos da puntos, y no hay nada contradictorio allí. El billonario Ted Turner donó mil millones para invertirlos en la investigación de las enfermedades epidémicas. ¿Generosidad pura y desinteresada? ¿Cuánto ganó su imagen después de la donación? ¿Cómo lo afectará en sus negocios? Además, lo que le quedó en caja es más de lo que un ser humano puede gastarse en varias vidas.
Turner comentó que las donaciones de Bill Gates eran poca cosa. Gates respondió por la televisión en voz alta para que todos lo oyeran y recordaran: “Me alegra mucho que Ted haya dado esos mil millones. Por supuesto, lo que yo daré estará al mismo nivel, y aun más”. Dicho y hecho: Gates creó una fundación con un capital cercano a la absurda cifra de 25.000 millones de dólares (54 % de su fortuna). La carrera continuó para aumentar el esplendor de las colas de pavos reales. Gordon Moore, de Intel, se comprometió con una donación de 7.200 millones, George Soros, otro billonario, donó 4.400 millones. Más de uno sospecha que tanta generosidad debe tener su “veneno”: deseos de notoriedad, rebaja de impuestos, utilidades por la publicidad obtenida… Y, por qué no, altruismo verdadero, que es muy raro pero a veces se da.
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