11 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 5 hours | ISSN: 2805-6396

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Crítica literaria


Jorge Edwards: ‘La muerte de Montaigne’

30 de Noviembre de 2012

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Juan Gustavo Cobo Borda Juan Gustavo Cobo Borda

 

A los 80 años, y como embajador de Chile en Francia, Jorge Edwards publica su libro más personal. Una inclasificable amalgama de historia y ficción, de autobiografía y meditación,

 

El punto de partida es la relación, poco documentada, entre un gentilhombre francés de 55 años y una exaltada y joven admiradora de 22 años. Ella se llama Marie de Gournay. Él, Michel de Montaigne, autor de los Ensayos que ella admira y ha devorado. Él, nacido en 1533, tuvo el latín como primera lengua. Y fue en dos ocasiones alcalde de Burdeos. Escribió historia, pero era la historia de sí mismo. Lector de Plutarco y Séneca, hará de Marie su hija de adopción y quizás algo más.

 

Además, estaba situado en una encrucijada histórica, de definitiva importancia. El final de la rama reinante de los Valois y el inicio de la línea de los Borbones. Las luchas sangrientas de religión entre católicos y protestantes. La Inglaterra de Isabel II, la España de Felipe II y el fracaso de la Armada Invencible y la reina madre, Catalina de Medicis, “una anciana intrigante, retorcida, inescrupulosa” (p. 110) que estará en el centro de ese torbellino de asesinatos, venganzas y cambios, para ser finalmente superada por una historia impaciente.

 

Pero hay más: está Edwards, quien desde un extremo del mundo, Chile, relee a Michelet, acopia datos, efectúa paseos de España a Francia, para conocer el castillo de Montaigne, su célebre torre ornada de sentencias clásicas, compara vinos y ve cómo resucita su infancia (su primera composición en el colegio rindió homenaje a Azorín, lector de Montaigne) y pasea por el cementerio de Zapallar “donde el ruido del oleaje es intenso, bronco, incesante” (p. 227) y donde quiere ser enterrado.

 

Hay entonces una más o menos secreta historia de amor, con ferocidad y delicadeza, entre este hombre casado y la joven que ordenará sus papeles póstumos. Herencia y legado que ella sabrá respetar. De otra parte, el libro nos revivirá la historia de Enrique IV, el bearnés, el hombre del penacho blanco, quien cabalga por estas páginas, con una inteligente audacia hasta sentarse, a plenitud, en el trono de Francia. Por ello, ya muerto Montaigne, abjurará de la fe protestante que le había enseñado su madre y será consagrado en la catedral de Chartres, como legítimo rey católico. Algunos consejos y opiniones de Montaigne, se deduce, contribuyeron a tan feliz suceso de unidad de Francia, más allá de la intolerancia feroz de hugonotes y papistas, de levantamiento final de su excomunión por el papa Clemente VIII. Una historia muy vieja, quién lo duda, pero también una historia muy viva y olvidada. Cuando joven, como rey de Navarra, durmió en la casa de Montaigne, acogido con todo su séquito y allí quizás había oído de la magnanimidad de la tolerancia, el perdón para el enemigo, la bondad del diálogo entre seres humanos, la grandeza de la política, con intereses más altos que la mezquindad de lo inmediato.

 

Tal es una de las lecciones de este libro. De esta “fantasía muy personal” (p. 148), “mi Montaigne”, como recalca Edwards, que se ramifica, bifurca y ahonda en muchas otras historias.

 

Con algo de testamento moral y mucho de trajinar (y padecer) la maquinaria ciega del poder, en Chile, en Cuba, y ahora en la misma Francia, donde acaecieron muchos de estos sucesos, tanto del corazón como de los intereses en pos del dominio y el poder, Edwards nos confirma que no hay actualidad mayor que la del pasado ni lectura más pertinente y gozosa que los Ensayos de Montaigne, en esta madura relectura, llena de encanto.

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