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Actualizado hace 18 hours | ISSN: 2805-6396

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ETC / Curiosidades y…


Insignificancia cósmica

29 de Mayo de 2015

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Antonio Vélez M.

 

 

Desde tiempos prehistóricos, el hombre ha mostrado una profunda curiosidad por conocer el planeta que habita. Descubierta la agricultura, la aparición y desaparición cíclica de los astros le sirvieron para determinar las épocas de cosecha y las de siembra. Y, mucho antes, cuando hace 200.000 años los primeros homínidos emprendieron la conquista del mundo, las estrellas debieron ser las únicas guías confiables que tuvieron a su disposición. No es raro, entonces, que el interés del hombre por conocer el cielo sea tan antiguo.

 

A partir del invento del telescopio y demás implementos tecnológicos para observar y medir el Cosmos, las dimensiones de este empezaron a crecer con velocidad vertiginosa. Además de nuestra galaxia, se descubrieron otras situadas a billones de kilómetros. Entonces, la enorme Vía Láctea se convirtió en un modesto rincón del Universo; una entre miles de millones de galaxias a distancias de miles de millones de años luz.

 

Descubrimos un hecho destacable: nuestra galaxia no es ni la más grande ni la más pequeña; nuestro Sol tampoco ocupa un puesto destacado en el conjunto estelar, ni el Sistema Solar, nuestro hogar, tiene una posición de privilegio dentro de la galaxia. Es como si la vida inteligente exigiese condiciones modestas o intermedias para florecer.

 

El astrónomo John Barrow dice que, a partir de todo lo que sabemos sobre el universo, podemos concluir que, con el fin de albergar vida inteligente, debe ser poco atractivo: grande, viejo, oscuro, frío y solitario. La razón es que para que se pueda convertir el hidrógeno en helio y, después, para que aparezcan elementos más pesados, como el carbono, básico para la vida, debe transcurrir un tiempo suficientemente largo para permitir la formación de estrellas y el cumplimiento de su ciclo vital hasta terminar en supernovas. Se requieren varios miles de millones de años. La expansión reduce a niveles muy bajos la densidad de la materia y la radiación del universo; por eso es frío, oscuro y solitario: no hay suficiente energía para que la vida aparezca y la noche brille.

 

Conviene hacer una breve recapitulación de los logros de la inteligencia humana en la agrimensura del Universo. La distancia medial al Sol es aproximadamente de 150 millones de kilómetros, y el diámetro de nuestro Sistema Solar bordea los 800.000 millones de km. El paso siguiente es más grande: los 100.000 años luz de la Vía Láctea, que equivalen a cerca de un trillón de km. Y el salto final es aún mucho más grande: los 93.000 millones de años luz de diámetro del Universo conocido o, en kilómetros, un uno seguido de veinticuatro ceros: 1000000000000000000000000.

 

Si se desea tener una idea intuitiva de las dimensiones relativas de nuestro universo, debemos hacer trucos aritméticos. Por ejemplo, reducir la Vía Láctea a un disco de un kilómetro de diámetro, entonces el Sistema Solar queda reducido a un circulito de menos de un milímetro de diámetro. Sigamos un poco más en busca de nuestra insignificancia cósmica: reduzcamos el universo a una esfera del tamaño de la Tierra. ¿Cómo entonces luciría nuestra galaxia? Pues bien, nuestra inmensa Vía Láctea quedaría reducida a una glorieta de 13 metros de diámetro. Cabría en el patio de una casa solariega. Y dentro de esta glorieta, nuestro sistema solar sería una manchita ovalada, imperceptible. ¿Y un gran hombre? Nada.

 

Ahora hablemos de permanencia en este mundo, ¿qué podríamos decir de la nuestra, de nuestro largo pasado como especie? La especie humana tiene unos 200.000 años de antigüedad, en una Tierra que se formó hace unos 5.000 millones de años, lo que podría leerse así: supongamos que esos cinco mil millones los reducimos a uno, así que el primero de enero se formó la Tierra; entonces, el Homo entraría en escena el 31 de diciembre, faltando 20 minutos para las doce de la noche. Poca cosa para una historia que nos parece tan larga. Nuestra arrogancia cósmica se viene al suelo.

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