Columnistas
Independencia judicial y democracia
24 de Junio de 2014
Orlando Muñoz Neira Abogado admitido en la barra de abogados de Nueva York
|
Una de las características de los sistemas democráticos consiste en la participación de los ciudadanos a través de elecciones en la selección de cargos de alto rango en las ramas Ejecutiva y Legislativa. Incluso, en algunos Estados, los jueces son escogidos por votación popular. Sin embargo, la mera existencia de un sistema electoral no es suficiente para disfrutar de una democracia moderna. Otro elemento indispensable es la independencia con la que los jueces deben operar. Dado que su papel con frecuencia define litigios en los que alguna parte no queda satisfecha, no es infrecuente que sectores descontentos con una que otra providencia judicial intenten mutar el orden institucional cambiando unos jueces por otros.
En Latinoamérica, esa experiencia ha sido ilustrada, con precisión por el profesor Hugo Frühling, quien en un sustancioso artículo sobre reforma judicial y democracia recuerda cómo, por ejemplo, en la Argentina de 1946, un congreso dominado por Juan Domingo Perón adelantó un juicio político contra los integrantes de la Corte Suprema y solo uno de ellos se salvó de la operación de limpieza política en ese alto tribunal. Cuenta Frühling que cuando Perón fue derrocado, el nuevo gobierno provisional hizo otro tanto en 1957, y la misma “revocatoria” ocurrió en 1966. Y otra vez, en 1990, el presidente Carlos Menem aseguró la mayoría a su favor en la Corte nombrando cuatro nuevos integrantes para evitar que sus reformas económicas resultaran paralizadas por las decisiones judiciales.
En Perú, en 1992, durante el gobierno de Alberto Fujimori, hubo un periodo de 10 días durante el cual todas las actividades judiciales fueron suspendidas y con la excusa de que había corrupción en la cúpula del poder judicial, el mandatario peruano expulsó de sus posiciones a todos los jueces de la Corte Suprema y otros altos dignatarios de la Rama Judicial. Otro tanto pasó en Venezuela, cuando en 1999, una Asamblea Nacional Constituyente eliminó la Corte Suprema de Justicia y a cambio creó el Tribunal Supremo.
Estos hechos contrastan con lo que ocurrió en EE UU cuando el presidente Franklin D. Roosevelt le presentó una iniciativa al Congreso en 1937 para adicionar “sangre nueva”, vale decir, nuevos miembros a la Corte Suprema que había tomado decisiones contrarias a su programa New Deal. Como lo recuerdan James Robinson y Daron Acemoglu en su famoso texto ¿Por qué fracasan las naciones?, la idea de Rooselvelt no cuajó en el legislativo estadounidense, y el mandatario optó por seguir el camino institucional en lugar de acudir al pueblo o a las armas para acallar la voz judicial que le era, entonces, desfavorable.
Este recuento histórico es crucial para comprender que las operaciones de “limpieza judicial” en este hemisferio han sido, la mayoría de las veces, contrarias al espíritu democrático e incluyente que las naciones civilizadas deben tener. Frente a decisiones judiciales adversas, son los mecanismos institucionales previamente establecidos los que han de ser aplicados pues de lo contrario, como lo dice algún chascarrillo, no se purga el delito sexual enviando a la horca al carpintero que fabricó el sofá.
Opina, Comenta