Crítica Literaria
Historia y leyenda de una ciudad romana
23 de Marzo de 2017
Juan Gustavo Cobo Borda
El 25 de agosto del año 79 d. C., el Vesubio lanzó sobre la ciudad una mezcla letal de gases, escorias volcánicas y piedra fundida a muy alta temperatura. Esa ciudad, Pompeya, cuya cuarta parte permanece aún sin explorar, conservó sus cadáveres en moldes pétreos y también sus calles y comercios, su foro y sus templos, sus mansiones y sus covachas, las paredes pintadas con bromas obscenas o con avisos de apoyo político para campañas en pos de puestos públicos. En el 62 d. C., había sufrido un terremoto, y planchas esculpidas de casi un metro de largo nos lo confirman. Las edificaciones inclinadas, tambaleantes, como un juego de niños, ven vencidas sus columnas por la fuerza arrolladora de la naturaleza.
En ese vasto Imperio Romano, que va de España a Siria, Pompeya es como un pequeño microcosmos donde todo se puede estudiar y relacionar. Así lo hace Mary Beard, profesora de clásicos en Cambridge, no solo exhaustiva erudita, sino también caminante que, con buen humor, sugiere calzado apropiado y rincones ocultos.
Quizás el recorrido es cada vez más intrigante, pues va cubriendo, uno por uno, todos los niveles de esa pequeña ciudad del sur de Italia. Los colores con que se pintaba (negro, blanco, azul, amarillo, verde, naranja) y el célebre y oscuro “rojo pompeyano”. También están los murales, sean sobre Orfeo o el rostro del rey persa Darío, o escenas de banquetes, borrachos y actos sexuales. La variedad multifacética de la experiencia humana. Los cuatro estilos con que se recrean puertas y ventanas creando un ilusionismo sorpresivo, que amplía los espacios y satura la decoración con líneas y racimos.
Está la mitología griega, la figura de Helena, dioses egipcios, la esfinge o Isis. Esa ciudad, que en el año 79 d. C. albergaba unas 12.000 personas y unas 24.000 en los campos circundantes, tenía todos los servicios. El de panadería, por ejemplo, donde 81 hogazas quedaron en el horno “cociéndose 2000 años más de la cuenta” (p. 246). También se destaca el garum, la famosa salsa de pescado que se exportaba a muchos lugares, o las vasijas de vino que se han conservado intactas en las bodegas de tantos buques náufragos y, hoy, rescatados. Esa ciudad bulliciosa y versátil ha sido revisada por Mary Beard en detalle.
Cincuenta oficios por lo menos para subsistir, archivos conservados de banqueros, los baños donde se preparaban los gladiadores y el hecho de que la mayoría de sus habitantes comían fuera de casa y se bañaban en termas públicas. También los cargos públicos que debían subvencionar combates de gladiadores o luchas de animales o el politeísmo que acogía dioses de todas partes, entre ellos Isis, que recomponía los fragmentos de su esposo muerto para darle una segunda vida. El volcán Vesubio preservó la vida y Mary Beard nos ofrece un recorrido incomparable, ameno y sabio.
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