Crítica Literaria
Hacia el ‘Breviario arbitrario de literatura colombiana’
30 de Junio de 2011
Juan Gustavo Cobo Borda
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51 ensayos sobre 51 escritores colombianos, desde El Carnero de Rodríguez Freyle hasta Laura Restrepo y Mario Mendoza, conforman este Breviario arbitrario de literatura colombiana. Un ejercicio de lectura para combatir el olvido y relacionar diversas propuestas.
En el No. 88, de 1968, de la revista ARCO de Bogotá, que dirigía David Mejía Velilla, apareció el ensayo García Márquez (mito y realidad). Era un titubeante balbuceo, al año de publicarse Cien años de soledad, donde más que recordar, trato de olvidar una lectura impersonal y llena de sospechosas citas. Entre ellas, las de los trabajos de Ernesto Volkening aparecidos en ECO. El trabajo tenía 13 páginas, pero quiero asumirlo como un rito de iniciación, con manías que aún perduran.
No solo aquella de la caza de citas, sino la de armar los párrafos, con vueltas en redondo para finalizar en el principio. La admiración por obras que no cesarán de hacerme insinuaciones y guiños.
Tal el caso de la poesía de José Asunción Silva. No sé si exista el subconsciente, aquello que descubrió el “charlatán vienés” como llamaba Nabokov a Freud, pero en este breviario se han colado unas páginas volanderas sobre José Asunción Silva y su carácter emblemático de poeta de Bogotá, en una abrumadora secuencia enfocada de forma prioritaria a la narrativa. Pero también está una nueva visita a Cien años de soledad y en realidad 51 ensayos sobre 51 autores colombianos.
Algunos de los libros que leí entonces eran obras inclasificables y ambiguas como la Aurelia de Nerval o Los cuadernos de Malte Laurids Brigge de Rilke o Nadja y El amor loco de André Bréton. Pero la pregunta acuciante era entender cómo la obra de Álvaro Mutis fundía lo que algunos llamaban poesía y otros apellidaban prosa en una unidad sin resquicios, y cómo ella se desprendía de los relatos de León de Greiff y la admiración que, tanto maestro como discípulo, así hay que decirlo, experimentaban por la figura de Napoleón Bonaparte y lo que significaron sus hazañas luego del sacudimiento profundo de la Revolución Francesa y el gesto del corso al arrebatar la Corona de emperador y ponérsela él mismo.
Pero quizás nos estamos adelantando. Más que los textos mismos, los que resultan llamativos son los autores. Rufino José Cuervo y José María Vargas Vila son las dos caras de una misma moneda. El país que se escindía luego de la figura de Bolívar, entre golpes de cuartel y guerras civiles y que, sin embargo, le apostaba a las letras, con el parnaso griego y los césares romanos, como barrera cultural contra el desorden. Cuervo recurría al latín y a la raíz del idioma español para recobrar una estructura de sentido, unos canales de comunicación con la civilización occidental. Vargas Vila escarnecía e injuriaba ese mundo de los cuatro presidentes gramáticos (Miguel Antonio Caro, Marco Fidel Suárez, José Manuel Marroquín y Santiago Pérez) y apuntaba sus dardos contra Rafael Núñez.
Varias familias delimitan el territorio. La de los críticos que de Baldomero Sanín Cano lleva a Ernesto Volkening, más colombiano que ninguno. De este a Hernando Téllez y Hernando Valencia Goelkel también es posible trazar una válida continuidad de libertad mental y buena prosa. De tranquilo asentamiento en una comarca propia y deleitosos viajes, sea por Inglaterra, Alemania, Francia o EE UU.
Otra familia sería aquella cordillera mayor de los eximios novelistas, en la trilogía sagrada de María, como ápice del romanticismo; La Vorágine, como epitome de la novela de la selva y de Cien años de soledad como el paradigma de la novela latinoamericana en el mundo. Y al lado de ellos, Eduardo Zalamea Borda, César Uribe Piedrahita, José Antonio Osorio Lizarazo, Eduardo Caballero, Pedro Gómez Valderrama, Álvaro Mutis, Álvaro Cepeda Samudio y Manuel Mejía Vallejo, diciéndonos lo ancho y policromo que es el mapa de nuestras letras.
Otra línea que me parece justo subrayar es la que parte de Elisa Mujica y se prolonga luego en Helena Araujo, Alba Lucía Ángel, Marvel Moreno, Laura Restrepo y María Elvira Bonilla. Y si en las novelas de Eduardo Zalamea Borda nos fugamos a La Guajira y en las de César Uribe Piedrahita nos internamos en el Putumayo o en la explotación petrolera en Venezuela, en Marvel Moreno o Laura Restrepo, hay diagnósticos sensibles de lo que significa forjarse como mujer en sociedades como las de Barranquilla y Bogotá.
No debo contar el libro. Sí reconocer cómo pude manifestar mi entusiasmo gracias a la página Vanguardia, que hacíamos con María Mercedes Carranza y el inolvidable Roberto Posada, en Lecturas Dominicales. Pero este libro, por ahora, es un manifiesto contra el olvido. Quizá sea el único colombiano que aún quisiera compartir el chisme y la infidencia que suscitan los libros, como aquel de 1636, cuando alguien transmitió aquel secreto, en voz baja pero bien escrita: “No ha dos noches, estando con una dama harto hermosa, a los mejores gustos se nos quebró el balustre de la cama”. A partir de allí ustedes saben el resto. Marido que se entera, venganzas, espadas y muertes, El Carnero, de Rodríguez Freyle. La ficción que no termina y este libro que intenta mantenerla viva.
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