Reflexiones
Guerra injusta y oportunidades de paz
12 de Noviembre de 2012
Jorge Orlando Melo
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El discurso de Iván Márquez en la apertura de las negociaciones mostró, para muchos, que las FARC, a pesar de su anunciada disposición a negociar, son las mismas de siempre y seguirán en armas si no se aceptan sus principales exigencias. En efecto, anunció que no harán concesiones y que la paz solo es posible si se transforman a fondo la economía, la sociedad y la política del país y se resuelven problemas como el de la pobreza o la desigualdad.
Esto tiene que ver con la vieja discusión de si hay relación entre el conflicto y la realidad social. Yo creo que sí: la desigualdad rural, las injusticias con los campesinos, la experiencia de crecer en medio de la violencia y la miseria crean el ambiente para que jóvenes desesperados y audaces se arriesguen a jugarse la vida en una guerrilla o una banda criminal. Otros piensan que la violencia no tiene causas reales, o juzgan que los progresos del país son tales que ya estamos en una “nueva Colombia”, en la que no hay razones para coger las armas.
Pero el sofisma está en pasar de las causas y explicaciones a la justificación política y ética de la rebelión. Las FARC siguen repitiendo que, porque hay pobres y explotados, la guerra que han hecho durante estos 50 años es justa y debe seguir hasta que las cosas cambien. Y esta es la gran mentira: la guerra de las FARC, no importa que “causas objetivas” puedan alimentarla, se apoya en una ideología política absurda y en la fantasía insensata de que ellos, y no las instituciones democráticas, representan al pueblo. No hay que negar los problemas para rechazar la guerra y negar legitimidad a las FARC, pues no importa qué tan graves sean las injusticias sociales. En una sociedad democrática su solución se busca mediante la participación política, con discusiones, elecciones y partidos políticos.
La idea de que para lograr la paz hay que acabar la miseria o la desigualdad encuentra apoyo confuso en la frase de que no puede haber una “paz barata”, que hay que hacer grandes y “generosas” concesiones en la mesa de diálogo. Aunque hay que hacer muchas reformas, ligarlas a la negociación es contraproducente, pues convierte el proceso de cambio social que el país necesita en algo que se negocia con un grupo armado, cuando debe ser consecuencia de los procesos políticos democráticos.
En todo caso el discurso muestra que en las FARC persisten las ilusiones revolucionarias y que se creen una “fuerza armada revolucionaria” (y beligerante). Esto sugiere que, para la negociación de paz, es razonable verlos como un grupo político y no como una simple empresa criminal. Y la extensa discusión sobre asuntos agrarios confirma el vínculo de 50 años de FARC con un proyecto político campesino, su apego a un sueño de colonización, a una relación especial con la tierra y sus gentes.
Aquí hay, me parece, oportunidades de negociación. Una reforma agraria radical es imposible, pero para las FARC un programa oficial de apoyo serio al campesinado sería muy atractivo. Fuera de la restitución de propiedades ilegales y de financiación para adquirir tierras (el país da centenares de miles de subsidios de vivienda a los habitantes de las ciudades, y podría hacer algo parecido para comprar pequeñas fincas), dedicar el 20 % o 30 % de la altillanura para un gran proyecto de economía campesina podría crear algo tan importante para el país, en el siglo XXI, como la colonización cafetera del siglo XIX.
Cómo sugirió Márquez, los acuerdos deben ser aprobados por el pueblo. Una consulta a los colombianos para que digan si vale la pena apoyar a los campesinos podría darle a un proyecto de desarrollo agrario el respaldo que no tuvieron los planes de reforma agraria. Y serviría para que las FARC traten de probar que son capaces de hacer política sin armas y sin convertirse en otro partido más, corrupto y clientelista.
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