Cultura y derecho
‘Fuga sin fin’
07 de Septiembre de 2012
José Arizala |
Esta es la historia del teniente Franz Tunda, quien cayó prisionero de las tropas rusas en agosto de 1916, es decir, durante la Primera Guerra Mundial. Tunda era un oficial del ejército austro-húngaro que se enfrentaba entonces a las tropas del Zar. Una de las potencias más reaccionarias de Europa, destinada a mantener al continente en orden, a impedir el avance de la Revolución, a sostener en el poder a las cabezas coronadas de rancias aristocracias. El campo de prisioneros estaba situado a pocas verstas al noroeste de Irkutsk. En 1919 logró escapar a una granja “solitaria y triste” donde residía un exprisionero polaco, en el umbral de la taiga. Tunda no temía que lo persiguieran, pues a él, también hijo de polaca y de un comandante austriaco, le quedaba fácil hacerse pasar por hermano del granjero y tomar su apellido.
Un día inesperado llegó un cazador de pieles y contó que todo había terminado. Les dijo: “Ha llegado la paz y la Revolución”. Y por casi toda Europa comenzaron los presos a andar en sentido inverso: regresar a sus países de origen, sin un peso en el bolsillo, caminando al lado de gente desconocida, otros idiomas, etnias, soledad, recuerdos, deseo de rencontrarse con personas que alguna vez amaron y quizá con hijos que ya serían irreconocibles.
Tunda alcanzó a ver por casualidad el triunfo de la revolución bolchevique y presenciar los primeros días de júbilo y de esperanzas. Todo cambió en medio de un gran desorden. Cada cual perdió su anterior identidad de obrero, de campesino, de empleado o de dirigente, para tomar la de “camarada”. Esta palabra los cubrió a todos de un día para otro, los hermanó en un objetivo común: el de cambiar el mundo. Por algún tiempo las cosas, los sentimientos, se tornaron frágiles, también los bienes, los matrimonios, las religiones, los ritos de la vida y de los cementerios, la idea misma de la muerte. Y desde luego llegaron los amores contingentes, las muchachas bellas y silenciosas de diferentes países de la inmensa Rusia, que se convirtió en la Unión Soviética.
El exoficial austríaco no simpatiza con la Revolución. La ve insípida y tonta, vacía, sin una fuerza verdadera y profunda. Cuando está en Moscú, en las noches, va a la Plaza Roja, frente al Mausoleo de Lenin. “Este era el único lugar donde se sentía la Revolución”. En Bakú le gusta ver el arribo y marcha de los pocos barcos que navegan en su pequeño mar Caspio y a soñar en largos viajes hacia Occidente, a los puertos de Italia, a las estaciones de trenes que parten a las ciudades opulentas, a las calles de Viena, de Berlín, de París.
Finalmente Tunda inicia el regreso a su patria y piensa en Irene, la muchacha de alta clase social con quien se había comprometido antes de marchar al frente de guerra. ¿Qué será de ella, lo espera o se ha casado? Tunda se reencuentra con su familia, una familia burguesa, en la que algunos hermanos o tíos tienen dinero, mientras otros están pobres, unos trabajan y otros viven de sus rentas, unos se quieren y otros se odian.
El escritor Joseph Roth, autor de la novela que estamos relatando, Fuga sin fin (Acantilado, Barcelona, 2003) utiliza la segunda parte para describir la sociedad capitalista europea con sus resplandores y sombras. Por ejemplo un rico terrateniente razona de esta manera: “La sensibilidad social es un lujo que se pueden permitir los ricos, y que, además, tiene la ventaja práctica de que ayuda a conservar la propiedad… Era un caballero de buena cepa, un baluarte viviente contra el socialismo, muy admirado y que cuando fue elegido para el Reichstag, demostró como miembro del partido conservador, que la Reacción y la Humanidad no están en contradicción irreconciliable”.
Joseph Roth es uno de los mejores escritores de la primera mitad del siglo XX (Brody, 1894 – París, 1939). Tuvo una existencia atormentada, plagada de conflictos. Huyó de Alemania cuando Hitler llegó al gobierno. Nunca encontró la paz, cayó en el alcoholismo. Su vida fue como lo dice el título de esta novela “una fuga sin fin”.
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