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Actualizado hace 43 minutes | ISSN: 2805-6396

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Formación e información

02 de Junio de 2011

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Antonio Vélez

Antonio Vélez

 

 

 

 

El programa de bachillerato vigente en Colombia está bien añoso y envejecido. En buena parte conserva un diseño apropiado para principios del siglo XX, época en que, a falta de profesionales, los bachilleres ocupaban cargos importantes en las empresas. Por tanto, el bachiller tenía que ser un erudito: español, literatura, geografía, historia, ciencias... saber un poquito de todo (para terminar, como decía Bernard Shaw, sabiendo nada de nada). El mundo ha cambiado, pero el plan de estudios continúa igual: el estudiante sigue recibiendo mares de información, y ahogado en ella, olvidando en proporción parecida. Parodiando a Neruda, es tan largo el aprendizaje y tan corto el olvido. Además, dado el gran volumen de información recibida, se vuelve tedioso el estudio, se embota la mente, se embrutece.

 

Pueden señalarse tres grandes problemas: exceso absurdo de material enseñado, programas de estudio inmunes al paso del tiempo y una forma inadecuada de enseñanza. Urge, entonces, una reforma sustancial. El bachiller actual, como hace un siglo, se dedica a almacenar información, a ejercitar la memoria. Pero la información suelta se olvida; estructurada, en cambio, comprendida, sudada y experimentada dura el resto de la vida. Y atiborrado de detalles intrascendentes y carente de conceptos y de formación, el bachiller llega a la universidad inmaduro y mal preparado.

 

Al reducir notablemente el volumen de lo enseñado, se privilegia la formación sobre  la información, para que el joven pueda continuar por sí mismo el aprendizaje. Y le queda tiempo al profesor para repetir, para la redundancia, redundancia que aclara las ideas, amén de ser un valioso artificio para la comprensión: se repite la idea con otras palabras, se exhiben ejemplos variados, se cambia la perspectiva. Y de paso se facilita la asimilación, pues la memoria exige repetición. También se libera espacio para insistir en los conceptos, en las ideas, en el análisis, en el ejercicio de destrezas, en la experimentación, en las aplicaciones prácticas, al tiempo que se le dan al estudiante nuevas herramientas cognitivas para enfrentar los desafíos de un mundo que cada vez se hace más complejo y difícil.

 

En Ensayos sobre la educación, hace más de cuatro siglos, Montaigne escribió, como si lo hubiese hecho hoy: “En las escuelas se enseñan muchas cosas, pero no se aprende a pensar ni a hacer: los estudiantes acumulan en su memoria más y más información, pero son incapaces de usar sus conocimientos en forma independiente, y no relacionan de ninguna manera lo que saben con sus vidas”.

 

Los laboratorios en los cursos de ciencia son fundamentales. El estudiante debe entrar en contacto personal con los fenómenos estudiados, con la realidad física. Debe hacer y pensar sobre lo hecho. Así la ciencia se torna interesante, atractiva. La ciencia de tablero y exposición verbal del profesor es aburrida, y el aburrimiento deriva en distracción, lo cual incrementa la dificultad y genera más tedio, que genera más distracción, rechazo y olvido.

 

Puede agregarse que el bachiller no aprende a leer, y menos a escribir. Entonces, así como hay laboratorio para las ciencias, debe haber uno para la escritura, especie de taller en que el estudiante se vea obligado a presentar por escrito ideas e historias breves. Y debe dictarse en todos los años del bachillerato, pues es fundamental en la formación del futuro profesional. En ese taller deben enseñarse la ortografía, la gramática y los problemas de estilo. Y solo allí. También es indispensable programar un espacio o taller para la discusión, para ejercitar el rigor, la claridad, el orden y la precisión, para aprender a evitar la enorme lista de falacias que se usan en el diario vivir. Este debe ser el capítulo más importante del curso de filosofía.

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