Curiosidades Y…
Fe ciega I
11 de Abril de 2014
Antonio Vélez M.
“El acto de fe es nada a partir de algo”
Andrés Holguín
Los niños están diseñados genéticamente para aprender sin comprender, pues deben capacitarse en plazo breve a fin de poder, desde temprano, moverse por el mundo con cierta seguridad y confianza. Para ellos, los padres y mayores constituyen la autoridad suprema, depositarios de toda las “verdades”. El niño y el joven deben recibir sin cuestionar, pues a su edad no cuentan con la madurez ni con los conocimientos requeridos por el escepticismo, ni poseen las defensas intelectuales que protegen contra la adoctrinación indiscriminada. Para cuestionar se necesita cierto nivel de conocimientos y una gran independencia intelectual, condiciones asociadas indefectiblemente con la madurez.
La consecuencia es que esas “verdades tempranas” también serán las del adulto, salvo que durante el irreverente periodo de la adolescencia logremos contravenir lo aprendido y nos desviemos del camino señalado. De no ocurrir esto, después, en la madurez, nos convertiremos en fieles seguidores y guardianes del patrimonio intelectual recibido en la juventud, incapaces de alterar las huellas indelebles dejadas por el troquelado temprano. Finalmente, al llegar a la obsolescencia mental, nuestras creencias terminarán convertidas en verdades eternas, pues nadie tendrá valor para cambiarlas. Así, entonces, comenzamos por la edad de la inocencia, continuamos con la de la rebeldía, luego entramos en la del equilibrio, y terminamos en la edad de piedra, con las creencias petrificadas.
La estructura cognitiva que soporta la fe constituye, ante todo, un mecanismo de economía, sin el cual la cultura del hombre no habría podido siquiera acercarse al nivel que hoy posee. Si antes de aceptar la verdad de lo que nos enseñan, nuestra mente exigiese una verificación plena, cada uno de nosotros se vería obligado a reconstruir por su propia cuenta, y con todos sus infinitos detalles, los conocimientos requeridos por el diario vivir. La vida completa de un hombre sería insuficiente para revalidar aun los conocimientos más elementales. El avance de la ciencia, por ejemplo, se ha logrado gracias a que los científicos, en un acto de fe, aceptan como válido todo el saber anterior, y apoyados en él construyen lo nuevo. El especialista puede así llegar a las fronteras de su campo, y aún le queda tiempo suficiente para producir resultados nuevos. Sin embargo, hay ciertos momentos de crisis en que se hace necesario revisar los conocimientos ya aceptados; más aún, en ocasiones ha sido necesario desarrollar nuevas teorías y desechar las antiguas.
El mecanismo conservador es igualmente fundamental en la estabilidad de la cultura. Si no fuésemos propensos a guardar con gran celo las creencias transmitidas por los mayores, el bagaje cultural estaría sometido a las veleidades del momento y a las particularidades temporales del entorno, por lo cual nuestras verdades se mantendrían fluctuando de manera caprichosa.
Con frecuencia la fe se opone a la razón. Advertimos las incongruencias, pero el respeto a lo recibido en edad temprana es de una solidez desconcertante. Las ideologías del adulto nunca las eligió el niño: le fueron implantadas por sus padres y educadores sin su consentimiento. Se trata de una impronta o modificación permanente de las estructuras neuronales que vela por la conservación de lo aprendido. Un verdadero lavado cerebral. Y es que la mejor materia prima para la propagación y mantenimiento de los dogmas es la infinita maleabilidad del cerebro infantil. “Lo que se aprende sobre las rodillas de la madre no se puede olvidar jamás”, señala el ensayista Robert Park. Así fuimos diseñados por la evolución: aun después de recibir una buena formación intelectual, al cerebro parece no preocuparle que haya discordancias. Esto explica la existencia del variopinto mundo de las creencias.
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