Reflexiones
Ética personal y justicia
14 de Julio de 2012
Jorge Orlando Melo
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Cuentan los periódicos que 53 notarios presentaron como propios libros ajenos. Y que un testigo en el caso Colmenares, que debía estar trabajando de vigilante en otro sitio cuando vio lo que cuenta, aduce su mentira como signo de credibilidad: falsificó las planillas para ocultar que se había ido de su puesto. Se sabe que muchos miembros del Congreso ganaron tiempo de jubilación copiando libros ajenos, usados, según educadores amigos, como textos escolares. Y a los notarios, vigilantes, educadores y congresistas los escoge la sociedad porque puede confiar en ellos.
Cosas como estas ya no parecen muy graves, y muchos jueces y abogados, cuya tarea es que la justicia impere, las ven con tolerancia. La Corte Constitucional acaba de confirmar una tutela en la que un juez ordenaba a una universidad graduar a quien había cometido plagio en su tesis. Eso sí, le ordena mejorar el reglamento para el futuro. Antes otra juez excusó a unos estudiantes que falsificaron sus certificados de inglés: un simple trámite, que no había que tomar tan en serio. Un profesor de la Universidad Nacional, promovido con un libro plagiado, fue absuelto por un comité que consideró que copiar más de 50 páginas era un ejercicio del derecho a la cita. En estos casos sorprende que los responsables y sus abogados crean que no hay nada malo en la reproducción de textos ajenos en una tesis y que la exagerada es la universidad o el colegio que trata de sancionarlo, violando así el derecho fundamental a la (¿buena?) educación.
Esto indica que las convicciones morales ya no impiden actuar en formas antes repudiables. Comprar contrabando, eludir impuestos, robar papel en el trabajo, falsificar un certificado o una escritura de propiedad, sumarse con engaño a los beneficiarios de los sistemas de apoyo del Estado (por desplazamiento, o pobreza, o un desastre, o como víctima de la violencia, o al Sisbén), enriquecerse en el cargo es algo que muchos están dispuestos a hacer. Y es difícil censurar al municipio que alega que todos sus habitantes son víctimas de la violencia, pues algún daño psicológico nos hizo a todos.
La violencia y el narcotráfico acabaron con la justicia penal del país, que colapsó en la segunda mitad del siglo XX. En ese ambiente, el crecimiento del Estado abrió el camino, en el último cuarto del siglo, a la corrupción generalizada, que se sanciona con penas que permitirán que los que vayan a la cárcel disfruten después de sus fortunas.
Como el orgullo de ser honrado frena a pocos, y no hay un sistema que reprima a los dispuestos a violar la ley (que no son ya, como antes, unos pocos, sino parte grande de la población), la vida hay que planearla para eludir el robo o el atraco: sistemas electrónicos impiden que los ciudadanos saqueen los almacenes, y bases de datos infinitas reducen algo los fraudes de millones de personas al Estado dadivoso. Por supuesto, ciertos valores resisten: muy pocos colombianos estarían dispuestos a matar, aunque el caso de los falsos positivos, en el que unos jóvenes, con la tolerancia de sus compañeros, lo hicieron para lograr pequeñas ventajas, hace dudarlo.
Por esto me parece coherente que ahora la Constitución misma ofrezca la impunidad para ciertos delitos, incluso para crímenes de guerra, si no han sido cometidos “de manera sistemática”, y hasta para hechos futuros, y que la ofrezca a sus propios agentes criminales (en una adición incongruente, pues trata al ejército como un grupo armado igual a los otros, del que habrá quizás que desmovilizarse).
Con una sociedad civil que valora poco la honradez y bajo un Estado que no logra impartir justicia, me parece razonable que la Constitución, aunque quede escrita, como el reciente “marco para la paz”, en una confusa retórica de congresistas, cree una especie de derecho básico a la impunidad.
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