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Actualizado hace 1 hour | ISSN: 2805-6396

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Columnistas


Estampas de Derecho medieval: una crónica de verano

06 de Agosto de 2012

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Diego López Medina

Profesor de la Universidad de Los Andes. Miembro fundador de Dejusticia

diego.ambito.juridico@hotmail.com

 

 

De la Piazza Dante, en Perugia, se desprende la Via Bartolo, en honor del gran maestro jurídico medieval Bártolo de Sassoferrato (1313-1357). Los estrechos callejones serpentean la colina en dirección del Palazzo Gallenga-Stuart, donde estudiantes de todo el mundo buscan acceder a la lengua y a la cultura italiana del presente. Al frente del Palazzo, la Puerta Etrusca recuerda los orígenes milenarios de la ciudad que, hasta el día de hoy, conserva un altivo regionalismo que se niega a identificarse de manera total con la Roma histórica o con la Italia del presente. Más abajo, por la misma colina, serios estudiantes italianos acuden a la Facoltà di Giurisprudenza a estudiar el Derecho del presente en una ciudad medieval que todavía invoca el Derecho del ayer.

 

Original de la villa de Sassoferrato en los Apeninos centrales, Bártolo estudió derecho en la noble Perugia bajo la orientación del jurista y poeta erótico Cino de Pistoya. Bártolo y Petrarca son ambos discípulos de Cino, aunque por líneas diferentes de su quehacer intelectual. Bártolo se doctoró en 1334 y con ello recibió la legendi docendi et doctorandi Bononiae et ubique de caetero plenam licentiam et liberal facultatem. Tan amplias potestades le permitieron ser profesor de Derecho y, como era usual para juristas de prestigio, servir como hombre de Estado en las ciudades italianas en las que se fragmentaba el poder político y militar en la gran lucha entre el Papado (güelfos) y el Imperio (gibelinos). Quizás uno de los más importantes Papas de todas las épocas, Paulo III, se aseguró de saquear Perugia y de imponer su dominio allí: de las huellas del Papa Farnesio quedan aún la Rocca Paulina y el curioso pan sin sal que, contra toda expectativa, parecen genuinamente disfrutar los peruginos.

 

Hombre del Medioevo, como el que más, Bártolo tiene la fama de haber sido el más grande de los juristas: Nemo bonus iurista nisi bartolista. Su gran aporte consistió en haber introducido el lugar de la “razón” en el Derecho medieval. Desde Irnerio (1050-1130) y Accursio (1185-1263), los juristas estaban dedicados al redescubrimiento y el estudio exegético del Corpus Iuris. Su método de análisis se denominó “glosa” porque en él predominaba la expositio sententiae et ipsius litterae. Se trataba de un trabajo de rescate y comprensión de textos que la generación de Bártolo empezó a superar mediante la incorporación de “comentarios” en los que el maestro tenía una relación más libre y abierta con el texto legal. En vez de fijar todo el poder del Derecho en la auctoritas del texto, Bártolo los estudiaba de forma más dialéctica y compleja (permitiendo la aparición de las observaciones críticas y contracríticas) para así determinar la ratio legis. La magia de Bártolo, en especial, radicaba en su enorme capacidad intelectual para determinar la ratio de la ley, permitiendo así una lectura más vigente y pertinente para la época de los antiguos textos justinianos. 

 

Por la Via Bartolo, pero también por las vías Caporali o Bonazzi, pululan los discretos avisos de Studio Legale, donde pequeñas asociaciones de abogados prestan servicios en todas las áreas del Derecho. El tamaño de la economía de la Umbria no da espacio para firmas especializadas o tipo boutique. El abogado sale de una conciliación comercial a una defensa penal, como ocurre en la mayoría de ciudades intermedias del mundo. Es fácil reconocerlos en la calle: sus trajes oscuros y corbata resultan demasiado notorios para una tarde de verano donde el mercurio alcanza los 38 grados.

 

Estos abogados han estudiado Derecho en la misma facultad donde Bártolo lo enseñó hace 650 años. Estudian allí sin mucho entusiasmo o interés por el Derecho, según descubre el viajero atento: hijos del Estado de bienestar, ven en la universidad, no un último peldaño en la ardua labor individual de prepararse para la vida, sino parte de los privilegios que les son socialmente debidos; intuyen, además, que la laurea en Derecho no significará tampoco mucho en términos de ascenso y prestigio social porque ya notan la saturación del mercado jurídico y porque la crisis económica actual no permite presagiar ninguna pronta recuperación; finalmente, parecen sofocados por sistemas de enseñanza y práctica del Derecho tradicionales y jerárquicos donde no existe mucha movilidad o espacio de discusión o apertura a la creatividad. Son estudiantes pesimistas, bordeando la depresión individual y colectiva. Parecen aburridos y hastiados. Dicen no admirar a sus profesores; una vez en la práctica profesional, reproducen el viejo enfrentamiento medieval entre los juristas prácticos y los teóricos. Los abogados de los estudios aborrecen la “teoría” de sus maestros, resentidos quizás por la abierta indiferencia con la que fueron tratados.

 

La experiencia de estudiar Derecho se reduce a atiborrarse conocimientos y materiales para unos exámenes imposibles donde la información se pierde en el mismo momento en que los estudiantes libran el obstáculo. El estudio del Derecho se reduce a obtener una licencia administrativa para luego aprenderlo de verdad en una práctica profesional incierta y cada vez menos promisoria.

 

No olvidan, empero, el lugar privilegiado de Europa en el Derecho. Suponen, porque es apenas una suposición, que las facultades en América Latina son peores, o que la pobreza es mayor, o que las ciencias jurídicas están menos desarrolladas, o que los semáforos no funcionan, o cualquier cosa similar. Y mientras pienso en estas cosas, veo con enorme felicidad como mi hijo de año y medio, ajeno a todas estas cavilaciones, avanza por la Via Baldo maravillado por los colores de una girandolla que el viento agita en sus manos.

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