ETC / Crítica literaria
Escritores-bibliotecarios
27 de Febrero de 2015
Juan Gustavo Cobo Borda
Ángel Esteban (1963) ha reunido en El escritor en su paraíso (Cáceres, España, Periférica, 2014) treinta semblanzas de notables escritores que fueron bibliotecarios. Uno de ellos escribe también el prólogo: Mario Vargas Llosa.
La fascinación de esta realidad constituida solo de libros puede significar una deformación, un aislamiento, una pérdida de sentido, pero también puede aguzar la imaginación y conquistar nuevas tierras. Tal el caso de Borges, paradigma del bibliotecario, quien en una biblioteca marginal del barrio de Almagro, en Buenos Aires, concibió con la ayuda de Dante y su Divina comedia, ese Aleph que reúne todos los puntos del universo en un mundo incandescente, escondido en un sótano. El paraíso que siempre imaginara con forma de biblioteca.
La acompañan en este ameno como a la vez erudito libro otros cómplices: Benito Arias Montano, quien en época de Felipe II tenía carta blanca para comprar libros y manuscritos de Flandes e Italia para la biblioteca del Escorial e incluso participar en el Concilio de Trento.
Este librero mayor, como lo titularon, tuvo congéneres únicos entre los ingleses como Robert Burton, en el Christ Church College de la Universidad de Oxford, donde escribió su libro Anatomía de la melancolía (1621). Uno de sus sucesores sería un extraño ser fascinado por la fotografía, las matemáticas, las paradojas y las niñas. Se trataba de Lewis Carrol, también bibliotecario, quien gracias a un paseo en barca se hizo inmortal, pues allí compuso para distraer a sus pequeñas amigas nada menos que Alicia en el país de las maravillas.
Otros parecen más complejos, como el francés Georges Bataille que exploró el subfondo oscuro del erotismo siendo bibliotecario en la Nacional de París o la de Nueva Orleans. Experto en numismática, miembro rebelde del surrealismo, fundador de revistas como Critique, custodio de los manuscritos de Walter Benjamin cuando este se suicidó en la frontera con España. Bataille, este cumplido funcionario, redactaba también novelas subversivas como El ojo (1928) y ensayos renovadores como El erotismo (1957), que tanto impresionó al poeta colombiano Jorge Gaitán Durán y cuyos trabajos traducidos publicó en Bogotá la revista Mito.
Otro francés, Georges Perec, combinó su trabajo en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas de Francia, durante dos décadas como bibliotecario, con la escritura de novelas experimentales y rigurosas como una ficha bibliográfica o un sistema clasificatorio como el Flambo que inventó, antes de los ordenadores y luego de haber realizado más de cuatro mil fichas. En 1978 publicaría su novela La vida: instrucciones de uso, con la que ganó el Premio Médicis, la cual lo liberaría de su rutina en la biblioteca y le permitiría crear con esos mundos sistemáticos que tanto le atraían, como es el caso de esta novela: un edificio de apartamentos en París con las historias de sus inquilinos, cada una más sorprendente que la otra.
Además de Casanova y Proust, de Perrault y los hermanos Grimm en Alemania, otros nombres nos sorprenden en su doble faz de bibliotecarios que escriben. En Rusia, Solzhenitsyn, y en Uruguay, Juan Carlos Onetti.
En la Rusia de Stalin la correspondencia de un capitán del ejército es violada por la censura. Allí se encuentran dudas y cuestionamientos al pensar oficial y a sus actuaciones arbitrarias. Deportado, pasó de 1945 a 1956 en diversos campos de concentración, sin nunca olvidar lectura y escritura, en medio de los duros oficios que le imponían. Pero Solzhenitsyn aprovechó esa trashumancia en el horror para escuchar más historias de tantas víctimas como él. De allí surgirían El primer círculo, El archipiélago Gulag y, en 1970, el premio Nobel que no fue a recoger, temeroso de no poder volver a su país. Pero la situación que pinta mejor lo irracional del asunto es cuando lo internan en una prisión de la seguridad del Estado, la Lubianka, en cuya biblioteca se habían decomisado demasiados libros de perseguidos durante mucho tiempo. Allí pudo disfrutar, aprender y adquirir mejores armas, en el trato con los clásicos rusos, para denunciar las infamias autoritarias de este régimen comunista. Algo que venía desde muy atrás, en época de los zares, como fue el caso de Pushkin.
En la secuencia de latinoamericanos se trazan perfiles de varios escritores-bibliotecarios: Rubén Darío, Martín Luis Guzmán, José Vasconcelos, Juan Carlos Onetti, Ricardo Palma y el juvenil Mario Vargas Llosa, quien halló una sinecura en la biblioteca del Jockey Club de Lima donde, ¡oh sorpresa!, encontró un sector clandestino con todos los escritos de los libertinos franceses del siglo XVIII que tanto le fascinarían desde entonces.
Por su parte, el gran Onetti, a quien Vargas Llosa dedicaría todo un libro, fue de 1957 a 1975 director de Bibliotecas de la Intendencia Municipal de Montevideo y luego, cuando exiliado en España por culpa del régimen militar obtiene el premio Rodó de su país, dona el monto para comprar nuevos libros en las bibliotecas públicas de su lugar natal. Parábola perfecta de quien vivió entre libros hasta escribir algunos perdurables como La vida breve, Juntacadáveres y El Astillero.
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