14 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 8 hours | ISSN: 2805-6396

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Crítica Literaria


Ernesto Sábato (1911-2011)

25 de Agosto de 2011

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Juan Gustavo Cobo Borda

Juan Gustavo Cobo Borda

 

 

 

 

Crímenes, incestos, suicidios, degüellos, incendios. La obra de Ernesto Sábato trata de descifrar el lado oscuro de la realidad, allí donde la razón resulta insuficiente y el arte parece ofrecer perspectivas que la ciencia no logra.

 

Lo absurdo de una existencia sin respuestas, que planteó la filosofía existencialista de Jean Paul Sartre, se vive en una realidad muy argentina, donde Buenos Aires, abierto al mundo de la inmigración (los orígenes de Sábato son italianos) y un tanto snob, en el mimetismo de sus influjos, convive con lacerantes realidades sociales. Donde seres ciegos como Jorge Luis Borges se erigen en ídolos que un Sábato contradictorio trata de demoler. O quizás de comprender.

 

Para ello recurre al tango, a un esoterismo de sectas que encauzan fuerzas ocultas y a su siempre renovada perplejidad crítica en torno al peronismo.

 

Doctor en física y matemáticas, miembro que reniega del partido comunista, vacilante sobre sus primeros intentos narrativos (destruyó una posible novela llamada La fuente muda), conocedor en París del grupo surrealista a través de algunos de sus miembros, como los pintores Óscar Domínguez y Víctor Brauner, experimentaría los azares de realidades paralelas que certifican lo aleatorio del mundo.

 

De otra parte, Ernesto Sábato recurre a la claridad conceptual del ensayo para dilucidar el sentido de su tarea como autor de obras de ficción y las dificultades que ellas plantean, llevándolo a publicar sólo tres novelas, con décadas entre una y otra. Ellas son El Túnel  (1948), Sobre héroes y tumbas (1962) y Abaddón el exterminador (1974).

 

Entre sus varios libros de ensayos, casi siempre fragmentarios, se destaca el titulado El escritor y sus fantasmas (1963), por referirse con más amplitud a sus admiraciones (y obsesiones).

 

Como lo explicó César Aira en su Diccionario de autores latinoamericanos (2000), había una gran inadecuación “entre su personalidad y sus intenciones estéticas. Sobre su robusto sentido común, sobre sus ideas convencionales y políticamente correctas era imposible ajustar pretensiones de escritor maldito o endemoniado, o tan siquiera angustiado”.

 

El Sábato que se presenta como un personaje sombrío y atormentado participaba de lleno en la vida pública de su país, dirigiendo cartas abiertas al general Aramburu (1956) sobre tortura y libertad de prensa, y, a partir de 1984, en una actitud que lo honra: presidir la Conadep, comisión que investigó los crímenes cometidos por la dictadura militar argentina entre 1976 y 1983. De ahí saldría el demoledor informe sobre los desaparecidos, que prologó y tituló Nunca más.

 

“Neurótico inaguantable”, como lo llama su biógrafo Carlos Catania, el interés de Sábato por la sicología y el sicoanálisis se aplica a sus personajes enfrentados a situaciones límites, en un marco de desdoblamientos, premoniciones, videntes y médiums, y de encrucijadas vitales, donde la posesión y los celos, como en el caso de El Túnel, desembocara, con estructura de novela policial, en el crimen, donde Juan Pablo Castel, el pintor, matara a María Iribarne.

 

Ese buceo se ampliará al país, en Sobre héroes y tumbas, pero la relación de Alejandra con su padre, Fernando Vidal Olmos, a quien matará, como en la canción mexicana, de cuatro balazos, incorporará nuevas dimensiones, al hablar de la persecución y muertes de caudillos, en la época de las guerras federales y la preocupación de Sábato por la desacralización de un mundo donde la tecnología ha cegado las fuentes de revelación. Donde la ciencia desdeña la intuición y los sueños.

 

Allí se inserta el célebre capítulo Informe para ciegos, donde en más de un centenar de páginas, Sábato nos hunde en los subterráneos del metro de Buenos Aires, metáfora de la siquis, para, a través de la ceguera, internarse en un mundo de sectas, en pos de la luz. Finalmente, en Abaddón el exterminador, Sábato es, a la vez, autor y personaje en una parodia de sí mismo, que ironiza con el lenguaje porteño y su figura ya pública, ya del todo fragmentada y arrastrando consigo sus celebres personajes que vuelven a llamarse Alejandra o Castel, donde espiritismo y nazismo (aquel que se refugió en Argentina con figuras como Eichmann y Mengele) tejen su última reencarnación en la época del Che Guevara y la guerrilla urbana. El resultado es incierto y su obra se cierra así, perpleja y sin respuestas claras, salvo como un legado a los jóvenes de su paso nervioso por una tierra inestable.

 

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