Reflexiones
Entre la impunidad y la arbitrariedad
17 de Febrero de 2012
Jorge Orlando Melo
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He leído con inquietud el fallo que ratifica la condena al coronel (r) Plazas como responsable “mediato” de la desaparición de dos personas en el Palacio de Justicia. Dejando de lado los aspectos formales –la escritura retórica, las erratas, la falta de concisión– es preocupante la lógica tras los argumentos centrales, cuyas conclusiones van con frecuencia contra lo que se ha considerado aceptable en asuntos de responsabilidad penal.
Un problema es el de las normas aplicables. El delito cometido en 1985 es tipificado como de “desaparición forzada”, aunque no figuraba en el Código Penal antes del 2000. La sentencia afirma que son aplicables los tratados que se refieran al tema, pero el Convenio Interamericano sobre la Desaparición Forzada entró en vigencia en Colombia en el 2005, y 20 años antes ningún tratado del que el país hiciera parte definía la desaparición forzada. De este modo, el fallo sanciona –por la teoría del jus cogens– a alguien por un delito que no existía en las normas vigentes en el momento del acto juzgado, en vez de tipificar el delito de acuerdo con las normas existentes.
La razón para elegir un delito no tipificado en 1985 es probablemente para evitar la prescripción: si los delitos cometidos eran secuestro, tortura u homicidio, podrían haber prescrito. Para lograrlo, se argumenta que de acuerdo con los tratados internacionales “la desaparición forzada” es un delito continuado, y por lo tanto los culpables de haber escondido y asesinado a los detenidos en 1985 seguían cometiendo el delito 15 o 20 años después de la muerte de sus víctimas. Pero el tratado que determinó que la desaparición forzada era un delito continuado entró en vigencia en Colombia 20 años después de los hechos. Por otra parte, se apoya el fallo en que los delitos de “lesa humanidad” son imprescriptibles, de acuerdo con la convención de 1968 sobre delitos de guerra y lesa humanidad, pese a que esta convención no ha sido ratificada por Colombia, de que ella no incluye en los delitos de lesa humanidad a la desaparición forzada, y de que para calificar a un delito como de “lesa humanidad” se señalan en la jurisprudencia internacional condiciones que no se dan, sin estirar los conceptos, en el caso del Palacio de Justicia: que la acción del Ejército fuera un “ataque a la población civil”, “sistemático y generalizado” y “ejecutado con un móvil discriminatorio”. Por supuesto, la responsabilidad del Estado colombiano y su obligación de reparación es independiente de la vigencia de los tratados y la preexistencia de la ley positiva.
La misma voluntad de forzar los argumentos la muestra que exhorten a la Corte Penal Internacional a investigar el caso, pese a que el tratado que la establece dice que “nadie será responsable” por hechos cometidos antes de “su entrada en vigor” (que fue, para los delitos de “lesa humanidad”, en el 2002, y para los “crímenes de guerra” –en los que quizás quedarían mejor enmarcados los excesos militares en la toma del Palacio–, el 2009).
Lo anterior hace pensar que estamos ante un caso en el que, ante la masiva impunidad que ha habido en el país, los jueces bienintencionados han decidido que no importa la solidez de los argumentos y que, aunque se violen principios básicos del debido proceso, hay que sancionar de todos modos, sobre todo cuando la impunidad es un escándalo moral y político. El fin justo –evitar la impunidad en un caso en el que los delitos de los agentes del Estado son innegables– los lleva a medios muy discutibles, que además permitirían sancionar con igual razón o sinrazón a los “responsables mediatos” de la toma del Palacio e invalidar las amnistías concedidas.
Para la democracia colombiana, la situación es trágica: entre una justicia penal militar que durante décadas hizo habitual la impunidad, y una justicia ordinaria que, en su afán de hacer justicia, se deja llevar por la arbitrariedad, la elección es diabólica.
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