Reflexiones
El valor de la palabra
28 de Diciembre de 2012
Jorge Orlando Melo
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Uno de los problemas más grandes que tendrá el esfuerzo de devolver la tierra a los ocupantes que las perdieron en las últimas décadas, expulsados por la violencia o el engaño, es que se trata de una confrontación entre la palabra y la escritura. Como lo señaló T. Lynn Smith desde 1944, el catastro no funciona: los vecinos saben que la tierrita de Juan va de esta quebrada a la otra, y que allí ha cultivado desde hace cuarenta años, pero eso no queda nunca claro en los papeles. Contra esa información real y oral, aparecen cédulas reales, resoluciones departamentales, asignaciones de baldíos, escrituras, papeles. Fue lo que llamó Alejandro López, en Problemas colombianos, la lucha del hacha contra el papel sellado.
A pesar de todos los esfuerzos del Instituto Geográfico Agustín Codazzi, a pesar de la reforma constitucional de 1936 que dijo que valía más el trabajo que el papel sellado, a pesar de la Ley 200 y la Ley 100, a pesar de los computadores y los mapas, la situación no cambió mucho en las zonas de colonización, en las fronteras entre las tierras baldías y las plantaciones, en los sitios donde aparecían las ilusiones de palma africana, de cultivos de exportación o metales útiles. Allí, la gente común prefería seguir confiando en la palabra de los vecinos, en la verdad sabida, y enfrentaba la mala fe ocasional apoyándose en la solidaridad de la comunidad.
Este mundo oral, sin embargo, choca con la tradición que nos dejó el Estado colonial. Desde que los españoles llegaron, se empeñaron en que todo debía quedar por escrito: cronistas, escribanos, notarios, decían lo que era real. Lo que no quedaba escrito, sellado y registrado no existía, no era cierto. La tierra no era de los indios que la habían tenido por siglos, sino del español que tenía un papel firmado por el escribano. Para abogados y aventureros urbanos, lo esencial ha sido desde entonces conseguir un título, que después servía para echar a los que estaban allí desde antes.
Por supuesto, algunos creían en la palabra. Don José Manuel Restrepo trabajó durante décadas para pagar una deuda que él creía que tenía que pagar, aunque no había un solo papel que lo obligara, porque había dado su palabra en un negocio que salió mal. La Constitución de Cundinamarca de 1811 ponía al rey a jurar, “bajo mi palabra de honor”, que no la violaría: la palabra garantizaba el respeto a lo escrito. Las guerras civiles del siglo XIX se trataban de terminar con acuerdos como el que decía que se daría pasaporte a los rebeldes si se comprometían, por su palabra de honor, “a no tomar más las armas contra el Estado de Antioquia”. Los niños, hasta hace unos años, demostraban su certeza de algo o su voluntad de cumplir algo diciendo: “¡Palabra!” o “¡Palabra de honor!”.
Ahora es evidente que la palabra importa poco y lo que interesa es la letra. Sobre todo la letra menuda, la letra tramposa, la que se pone en los contratos entre particulares y Estado para garantizar que las ganancias no dependan del cumplimiento de los compromisos centrales sino de las reclamaciones y los ajustes, para complicar tanto las cosas que solo los que están en el secreto se ganan las licitaciones y pueden después sobrevivir carruseles y laberintos. O la letra de los notarios, de los registradores y de todos los que trastearon, en el papel –pero eso es lo que importa– buena parte del país, desde las manos de los que estaban trabajando la tierra a los escritorios de los amigos o protegidos o protectores de los narcotraficantes o los paramilitares.
Por eso, aunque quisiera que el proceso de devolución de tierras tenga resultados, soy pesimista y me temo que termine ahogado por una montaña de papeles, de escrituras, de expedientes y pleitos, de instrumentos públicos y de palabras. En Colombia la letra mata el espíritu, el reglamento encadena la vida, la escritura vale más que la palabra.
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