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Actualizado hace 24 minutes | ISSN: 2805-6396

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Crítica Literaria


El teatro de las ideas

29 de Julio de 2011

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Juan Gustavo Cobo Borda

Juan Gustavo Cobo Borda

 

 

 

 

Su evolución ideológica, en el caso de Mario Vargas Llosa, es representativa de una generación latinoamericana que, al querer mejorar el mundo que encontró, tuvo que poner en duda los instrumentos que tenía a mano para tal cambio.

 

De un fervor admirativo por el marxismo y un desprecio por una democracia que consideraba meramente formal al progresivo reconocimiento crítico de un marxismo que crea sociedades “reprimidas y verticales” y, sobre todo, “extraordinariamente ineficientes”.

 

Hechos políticos como el caso Padilla en Cuba y la censura inherente al mismo, la Primavera de Praga, la apertura del mundo comunista con el fenómeno Gorbachov y la caída del Muro de Berlín, la democratización de países como Polonia y Hungría, incitaban a replantearse las posturas, máxime en una América Latina donde las dictaduras militares, con el apoyo de EE UU, entraban en un declive temporal perceptible.

 

Sergio Ramírez, el novelista nicaragüense, tiene en su colección de fotos históricas una muy representativa de esos tiempos. Lo cuenta así: “Tengo una foto de la Cumbre de Jefes de Estado de la OEA celebrada en Panamá el 22 de julio de 1956, a la que asistió el presidente Dwight Eisenhower, de los Estados Unidos …”.

 

“Uno contempla esa foto, y todo aquello parece un parque zoológico. Está el coronel Carlos Castillo Armas, dictador de Guatemala. Está Anastasio Somoza García, dictador de Nicaragua. Y Fulgencio Batista, dictador de Cuba. Héctor Bienvenido Trujillo, hermano del generalísimo Rafael Trujillo, quien suele prestarle la presidencia decorativa de la República Dominicana como deber fraternal, y está también su vecino, el general Gustavo Rojas Pinilla, dictador de Colombia, y sentado a su lado el general Marcos Evangelista Pérez Jiménez, el dictador petrolero de Venezuela”.

 

“Todos piensan que esa foto, en la que rodean complacidos a Eisenhower, es la prueba de su eternidad” (Sergio Ramírez, Las fotos que se quedan vacías, El Tiempo, 20 de febrero del 2011, p. 8).

 

Pero dicha eternidad durará muy pocos años, aunque reencarnará de nuevo en renovados avatares, como las juntas militares de la dictadura argentina, encabezadas por Jorge Rafael Videla, o el autor de tratados de geopolítica, gafas negras y alamares prusianos, el general Augusto Pinochet, en Chile.

 

En 1989, en entrevista con Antonio Rodríguez Villar, Vargas Llosa explicaba las diferencias entre literatura y política: “En política uno vive totalmente subordinado a lo que es la actualidad. Su trabajo es una labor en un entrevero de gente a la que debes de alguna manera coordinar, hacer coexistir y tener siempre en cuenta para todas las decisiones. El arte de la política, sobre todo el arte de la política democrática, es un arte de las transigencias, de las concesiones, de la búsqueda de un consenso, y allí el tipo de topes absolutos y de exigencias máximas, que en la literatura, en el arte, son indispensables para producir algo durable, sólo llevan a la frustración, a la irrealidad o a la violencia”.

 

Tenemos aquí, planteado con claridad, el viejo dilema: una actitud cívica, en pro de la mejor existencia de nuestras sociedades, en lo social, educativo y económico, que se asentará por fin en una realidad sin utopías, y una vocación literaria, egoísta, intransigente, absoluta, que debe cumplir sus sueños en países donde precisamente la cultura no es posible por culpa de la exigencia de una subsistencia diaria, en mapas cada vez más extensos de pobres e indigentes en cada esquina.

 

De este modo, al trabajo del solitario frente a la hoja en blanco se opone aquel de quien encauza voluntades particulares hacia un objetivo común: los tres años, por ejemplo, que Vargas Llosa dedicó a recorrer Perú en pos de la presidencia de su país. Pero el hecho de escribir es un trabajo donde, incluso, la razón se halla “al servicio de toda fuerza irracional, que es para mí el motor de la creación artística”. Son “la pasión, el instinto, la obsesión”, los elementos decisivos en esos muchos años de elucubrar un proyecto y los cuatro o cinco de fijarlo, en forma de novela.

 

Esa realidad objetiva, como le sucedió cuando investigó el Perú andino, está también surcada de espejismos ancestrales y raíces sangrientas. Sacrificios humanos, en pleno siglo XX, para mantener mediante el derramamiento de sangre la rotación del cosmos.

 

Así le pasó a Vargas Llosa cuando se internó en la obra de pensadores y divulgadores como Isaiah Berlín, Karl Popper, Octavio Paz, Raymond Aron y Jean Francois Revel, quienes le ofrecieron otra visión de las sociedades contemporáneas, pero no sólo eso. También una revisión del pasado, como los agudos trabajos de Berlín sobre Joseph de Maistre o pensadores rusos como Herzen. En tal sentido, el prólogo de Mario Vargas Llosa a El erizo y la zorra de Berlín y su reflexión sobre Tolstoi es renovador y estimulante (Barcelona, Muchnik Editores, 1982). Apuntan hacia un escéptico realismo y a un intento ambicioso de comprender los contrarios, en el orbe de la novela y en el áspero camino de las realidades políticas. No más entelequias: sólo pequeños pasos. Así concluye Vargas Llosa.

 

Albert Camus, en El extranjero, La peste, La caída, en sus dilemas morales ante la independencia de su tierra natal, Argelia, le otorgaba una renovada pertinencia, una urgencia vital, a sus textos.

Si en Conversación en La Catedral se reconocía cómo “el precio del éxito es la corrupción” y en La fiesta del chivo se asumían las palabras de un gurú ducho en el arte de sobrevivir: “La política es eso –confesaba Balaguer, sin inmutarse–: abrirse camino entre cadáveres”, vemos que tales certezas solo son posibles gracias a la verdad esquiva que la novela ha conquistado, por fin, entre sus fábulas y mentiras.

 

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