Crítica Literaria
‘El ruido de las cosas al caer’
03 de Febrero de 2012
Juan Gustavo Cobo Borda Especial para ÁMBITO JURÍDICO
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“Unos veteranos de los Cuerpos de Paz, que acababan de pasar tres años en el Cauca y en Putumayo, se habían convertido de la noche a la mañana en expertos en éter y en acetona y en ácido clorhídrico, y donde se armaban ladrillos de producto que podrían alumbrar un cuarto oscuro con su fosforescencia. Bien lo sabía él, que había echado números en un papel con Ricardo y calculado que un Cessna cualquiera, si se quitaban los asientos de pasajeros, podía cargar unas doce tulas repletas de ladrillos, unos trescientos kilos en total, y que, a cien dólares el gramo, un solo viaje podía producir noventa millones de dólares de los cuales el piloto, que tantos riesgos corre y tan indispensable resulta para la operación, podía quedarse con dos” (pág. 208).
Este es el origen histórico de esta novela: los Cuerpos de Paz enviados a Colombia en tiempos del presidente Kennedy, en 1969, para colaborar en tareas de educación y desarrollo comunitario. Quienes ya en el país, al disfrutar las bondades de la marihuana colombiana, decidieron hacer negocios con la misma exportándola clandestinamente a EE UU, con la complicidad, en muchos casos, de pilotos colombianos. Las rutas abiertas servirían luego para la cocaína.
Ricardo Laverde, el nieto de un héroe colombiano, aviador condecorado por su desempeño en la guerra contra el Perú, será el protagonista de esta trama, bien sustentada en una historia que abarca así a toda una generación, la de los años ochenta. Fiel a la tradición familiar, se hará rico al pilotear pequeños aviones que introducen la yerba, ante la cada vez más exigente demanda norteamericana, en los años de Vietnam y los hippies. Sin embargo, en su primer vuelo para transportar cocaína, es atrapado y condenado a 19 años de prisión en EE UU.
Ha dejado en Bogotá a su hija y su mujer, Elaine Fritts, una activista de los Cuerpos de Paz, huérfana educada por sus abuelos, quien se aloja en la casa venida a menos de los Laverde, quienes ya alquilan habitaciones para sobreaguar. Su relación con Laverde concluirá en boda y en la adquisición, más tarde, de una hacienda en La Dorada, con los dólares de los primeros viajes exitosos. Elaine terminará por mentirle a su hija Maya, muy pequeña entonces, diciéndole que su padre había muerto, y cuando ella ha crecido y sea universitaria, su madre retornará a EE UU. Solo que Laverde reaparece; Elaine Fritts decide regresar para reencontrarse con el padre de su hija, y muere trágicamente en un accidente de aviación, en el Boeing de American Airlines que se estrellaría en El Diluvio, rumbo a Cali, en el vuelo 965, de 1996.
Pero Laverde, jugador de billar en los cafés de la calle 14, una vez salido de prisión, tendrá un parco interlocutor en Antonio Yammara, profesor de Derecho. Cuando Ricardo Laverde muere asesinado por dos sicarios en moto, y Antonio resulta herido, este se dedica a indagar en la secreta vida de su amigo. La pesquisa pondrá en riesgo su matrimonio y se hará con el trasfondo de la mítica hacienda Nápoles de Pablo Escobar, ahora desvencijada por completo, y sus legendarios hipopótamos negros. Se visualiza así, con eficacia narrativa, cómo la droga hirió de muerte a un país y marcó demasiadas vidas. Y cómo sus consecuencias no cesan, y el preguntar por sus orígenes nos revela verdades eludidas o culpablemente silenciadas. Esa verdad que Juan Gabriel Vásquez, ávido lector de Joseph Conrad, ha logrado exponer, en esta su tercera novela, con innegable pericia y habilidad constructiva. Solo que bajo la tersa eficacia de su desenvolvimiento van, aturdidos y perplejos, todos sus protagonistas, golpeados y atontados por los golpes inconsultos del azar y sus inclementes destinos. Vidas arruinadas, como la de la hija de Ricardo Laverde en el estupor de un país, que busca hincarle el diente, ya sin moral alguna, a los espejismos de la riqueza y solo encuentra, en cambio, la factura cada vez más alta que debe pagar en muerte, dolor y debates estériles ante las inexorables leyes de un negocio, al cual muy pocos parecen resistirse. Quizás, como pasó con la novela de la violencia, solo cuando la novela de la droga amplíe su espectro de comprensión y análisis (como en este caso), se respiren mejores aires, y se escuche con más atención la voz vidente de la poesía, representada en estas páginas por José Asunción Silva, León de Greiff y Aurelio Arturo. Apenas unas pocas palabras desnudas, ante la muerte, en esa resignación que era “una suerte de idiosincrasia nacional” (pág. 19).
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