Opinión / Columnistas
El principio de interdicción de sospecha permanente
29 de Abril de 2015
Francisco Bernate Ochoa Abogado Penalista y profesor universitario |
La Convención Interamericana de Derechos Humanos, aplicable entre nosotros de manera directa, al formar parte del denominado “bloque de constitucionalidad”, prevé como derechos inalienables de toda persona la libertad personal (art. 7º), las garantías judiciales (art. 8º) y la protección judicial (art. 25). En desarrollo de estas garantías fundamentales, la jurisprudencia foránea ha desarrollado el denominado principio de interdicción de sospecha permanente, que fue definido por el Tribunal Constitucional del Perú, en el caso Gleiser (5228-2006-PHC/TC), indicando que “el contenido principal de la presunción de inocencia comprende la interdicción constitucional de la sospecha permanente. De ahi´ que resulte irrazonable el hecho que una persona este´ sometida a un estado permanente de investigacio´n fiscal o judicial”.
Como consecuencia de este principio, en desarrollo del Pacto de San José, toda persona tiene derecho a que las investigaciones que se sigan en su contra tengan un punto final, sin que sea admisible, en términos de estándares de justicia aplicables al procedimiento penal, que las investigaciones se prolonguen de manera indefinida.
A su vez, este principio ha sido admitido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), que ha señalado que los procedimientos deben adelantarse dentro de un término razonable, advirtiendo que un proceso en el que han transcurrido más de cinco años desde su inicio rebasa ese requisito (Corte IDH, Caso las Palmeras, sentencia del 6 de diciembre del 2001. Reiterada en el Caso Genie Lacayo, sentencia del 29 de enero de 1997).
El Código de Procedimiento Penal que nos rige hace ya 10 años resulta abiertamente contrario a este principio, toda vez que no establece, como lo hacían todos sus antecesores, un término de duración de la investigación preliminar.
En otras palabras, iniciado el proceso penal mediante la recepción de la noticia criminal, nuestra legislación no contempla un término en el que la investigación previa deba desarrollarse, señalándose que este lapso será el de la prescripción del delito. Si se atiende al hecho de que Colombia cuenta con las penas más elevadas del continente, encontramos que es perfectamente posible, frecuente e imaginable que una persona esté investigada durante 20 años de su vida sin que su situación se resuelva, lo que desconoce este principio elemental que rige el proceso penal y torna nuestra legislación procesal penal en una abiertamente contraria a los mínimos admisibles sobre la materia reconocidos por la Convención Interamericana de Derechos Humanos y la interpretación que, de la misma, ha realizado la Corte IDH.
Podría argumentarse que la razonabilidad del plazo para la duración del proceso habrá de contarse desde la formulación de imputación, momento que da formalmente inicio al proceso penal, lo cual resulta contrario a los estándares de justicia internacional admitidos por las naciones de nuestro continente, en tanto que, según lo ha señalado la Corte IDH, la razonabilidad en la duración de los procedimientos habrá de contarse “desde el primer acto procesal hasta que se dicte sentencia definitiva” (Caso Tibi, sentencia del 7 de septiembre del 2004).
La situación se agrava, en términos de desconocimiento de los mínimos admisibles en materia de garantías judiciales, si tenemos en cuenta que, dentro de la legislación que hoy nos rige, esta investigación preliminar se adelanta a espaldas del procesado, a quien no se le informa que está siendo objeto de una investigación penal –situación a su vez proscrita por la Corte IDH (Cfr. Caso Tibi)–, en desarrollo de lo cual se recolectan evidencias con las que, sin que medie controversia alguna, podría pedirse su encarcelamiento como medida cautelar, a partir de argumentos tan débiles como la cantidad o gravedad de los delitos.
Como si lo anterior fuera poco, de acuerdo con la legislación procesal penal vigente, algunas personas están siendo detenidas de manera preventiva sin tener conocimiento de la investigación en su contra, con base en evidencias recolectadas a sus espaldas y sin haber tenido la oportunidad de defenderse.
Creo que la crisis de legitimidad que atraviesa la justicia penal no solamente es fruto de su demostrada ineficiencia para combatir y prevenir el delito, sino que también lo es de la manera en que lo hace: en medio de un pavoroso sistema procedimental, digno de otros tiempos, lejanos, en todo caso, a la civilización y al respeto por la dignidad de las personas.
Ahora que soplan los vientos de cambio, se hace necesario ya no reconocer, como lo han hecho propios y extraños, el fracaso del sistema acusatorio, sino reivindicar el garantismo y el carácter humanista del derecho penal, desterrando este tipo de procedimientos.
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