Cultura y derecho
El poder tal como es
23 de Agosto de 2013
Andrés Mejía Vergnaud Twitter: @AndresMejiaV |
Todas las idealizaciones son erróneas, engañosas y contraproducentes. Y una muy frecuente en nuestras sociedades es la de la democracia. Apreciamos este sistema por sus enormes virtudes; celebramos su linaje antiguo, que llega hasta la época dorada de la Atenas clásica; nos regocijamos por el hecho de que la humanidad haya pasado de sistemas despóticos hacia modelos democráticos; hacemos esfuerzos por llevar la democracia allí donde nunca ha llegado. Y a veces, en medio de la euforia natural que viene con todo esto, incurrimos en el error de idealizar la democracia como un sistema perfecto, o caemos en la tentación de definirla de manera más emotiva que rigurosa. Ejemplo de esto es la famosa frase de Lincoln según la cual la democracia es un gobierno “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”.
Pero más exacto sería decir que la democracia es un gobierno de seres humanos, por seres humanos, y para seres humanos. Eso quiere decir que dicho sistema no es ajeno a las debilidades propias del género humano. Y si además consideramos que la democracia es un sistema de gobierno, reconoceremos que tiene que ver con el poder. Y el poder, administrado, deseado, codiciado y utilizado por humanos, no puede producir nada ideal. Incluso la excelsa democracia produce manifestaciones perversas, las cuales, pese a que seguramente son más tolerables que aquellas producidas en otros sistemas, no por eso dejan de ser dignas de consideración.
Y eso, considerarlas a través de la cinematografía, es lo que hace la serie dramática House of cards (Castillo de naipes), protagonizada por el siempre admirable actor Kevin Spacey.
Basada en la novela del político y escritor británico Michael Dobbs, y en la miniserie producida décadas atrás por la BBC, House of cards tiene la singular característica de haberse producido únicamente para distribución por internet, a través del servicio Netflix. La primera temporada se lanzó en febrero del 2013, y, gracias al hecho de que se transmite por internet, fueron lanzados todos los capítulos el mismo día, de modo que están todos ellos disponibles para verse en Netflix. Y puede entonces ser vista al ritmo de cada cual, sin pensar en que hay que correr a la casa antes de que empiece el episodio. Y encontrarán muchos de los lectores que, por el gran interés que despierta la serie, es muy probable que terminen viendo varios capítulos uno tras otro. Y tal vez todos en un solo fin de semana.
House of cards tiene como protagonista a un representante a la cámara de EE UU por el Estado de Carolina del Sur, quien además tiene el cargo de coordinador (whip) de la bancada de su partido. Se trata de un congresista veterano, experimentado en los juegos del poder, y muy capaz de ponerlos en marcha. El protagonista es casado, pero su matrimonio más podría definirse como una sociedad de mutuos intereses que como una relación romántica.
El objeto de la serie no es otro que las intrigas del poder. Incluso una democracia como la norteamericana, tan funcional en tantos aspectos, no puede ser ajena al hecho de que sus cuerpos de gobierno están constituidos por seres humanos, quienes muy probablemente perseguirán sus intereses personales, y utilizarán la trama del Estado para conspirar en su propio favor.
Una de las más lúcidas reflexiones que he visto en la serie se refiere precisamente a eso: a los intereses que se persiguen en el poder público. Hablando al espectador, el protagonista hace una reflexión sobre el dinero. Uno bien podría pensar que las riquezas materiales son por excelencia el interés individual que los seres humanos habrán de perseguir. Pero él encuentra uno que es superior: el poder. Al referirse a un cierto personaje secundario, el protagonista dice de él que “cometió el error de preferir el dinero al poder”. Y añade que, si bien con el dinero se puede comprar una gran casa en La Florida, que se empezará a caer unos años después, el poder es lo que edifica las grandes obras que siguen en pie miles de años después.
La serie puede constituir también una buena introducción a la vida real y cotidiana de la política norteamericana. Cosa que a mí, por lo menos, me ha causado un motivo de tristeza: el de constatar que, pese a todas las conspiraciones sucias y juegos de poder que allí se ven, no he visto ninguno de los terribles males que en particular aquejan a nuestros países. Ojalá pudiésemos tener una democracia tan imperfecta como la que se ve en House of cards.
Opina, Comenta