Crítica Literaria
El Paraguay de Germán Arciniegas
27 de Junio de 2014
Juan Gustavo Cobo Borda
La prosa de Germán Arciniegas se mantiene viva, alegre y batalladora. No ha perdido su encanto. Lo confirman estas crónicas, perfiles y ensayos sobre el Paraguay. Han traído noticias frescas sobre un país aislado y sobre unas gentes con una cultura singular. La primera en ser totalmente bilingüe, guaraní y español, y madurada en largos periodos de encierro e incomunicación. Piénsese sólo en los tantos años de Gaspar Rodríguez de Francia como dictador y en su mejor intérprete, Augusto Roa Bastos, quien con Yo, el supremo nos daría una de las más inteligentes y abarcadoras ficciones en la cual novela e historia cruzan y fecundan sus perspectivas. Arciniegas sabía de esos temas y sus antecedentes como lo corroboran sus capítulos exploradores, ya sean sobre Ulrico Schmidt o sobre Madame Lynch.
No es habitual que un colombiano nacido con el siglo (1900) mantenga su proverbial curiosidad sobre tierras tan remotas y la nutra con el caudal incesante de datos, anécdotas y comunicaciones personales con gentes que lo informan e incluso lo contradigan como le sucedió a Arciniegas con su amigo Natalicio González, a quien defiende y exalta y a quien Roa Bastos, por cierto, no deja de cuestionar. Pero Arciniegas fue siempre así, se apasionaba por causas y gentes y no adolecía de ninguna malicia al respecto. Si creían en los libros y la democracia, eran de su bando, aunque luego, con más elementos de juicio, lo desilusionaran. O lo llevaran a pensar cómo los tantos años del Doctor. Francia, Dictador Perpetuo de la República, se repitieron inexorables en Alfredo Strossner (1954-1989), 39 años en el poder antes de los cuales los pocos meses de Natalicio González (1897-1996) fueron casi invisibles.
De 1814 a 1840, Francia regirá al país con sus clásicos griegos y romanos, con sus Montesquieu, Rousseau y Voltaire, con su Amadeo Bonpland retenido y el elogio que Carlyle haría de su ordenado régimen, al contrario del caos y las montoneras del resto de Sudamérica. Todo eso lo conocía bien Arciniegas como profesor, y por ello en sus viajes a Rumania y Japón, o a Italia, el resultado en relación con Paraguay sería también un libro como el que ahora Ricardo Scavone, embajador del Paraguay en Colombia y acreditado historiador, ha compilado.
Allí se halla un trazo palpitante de la historia de un país donde Juan Natalicio González invita a Arciniegas a compartir sus inicios como efímero presidente, del 15 de agosto de 1948 a fines de enero de 1949, cuando es destituido por un golpe. Pero al compartir la euforia inicial, Arciniegas descubre la riqueza vital y creativa del pueblo paraguayo, en compañía del mexicano Martín Luis Guzmán.
Las ocho crónicas que Germán Arciniegas, en 1948, publicó en el periódico El Tiempo sobre el Paraguay son un acierto de comprensión y empatía. De ojo alerta y disponibilidad sensible hacia un mundo nuevo. Arciniegas fue un curioso toda la vida. Tanto hacia las figuras históricas como hacia las manifestaciones de la cultura popular. Por ello comienza por inhalar en las calles de Asunción el perfume de naranjos y azahares y el arte incomparable de sus mujeres para tejer encajes finos y delicados: tela de araña. Ñanduti. Con estos dos elementos inicia su tapiz. De mujeres heroicas que con botellas y palos se enfrentaron a los ejércitos de la Triple Alianza –Brasil, Argentina y Uruguay– y los mantuvieron a raya. Esa historia bravía y heroica que se inicia con el imperio jesuítico o República Cristiana de los Guaraníes, y prosigue con la rebelión comunera y la larga dictadura del Doctor Francia, es la que Natalicio González le contó a Arciniegas durante los dos años que convivieron en Buenos Aires.
Porque Natalicio González era poeta y novelista, ensayista: El Paraguay y su lucha por la expresión (1945), y diplomático, en Montevideo y México (1956). Pero fue también presidente del Partido Colorado y orador, con su poncho rojo, ante los 3.000 gauchos que marcharon sobre Asunción para saludar alborozados su designación presidencial. Allí vendrían “en esos caballejos criollos, duros, menuditos, apenas más grandes que asnos”, y bailarían una polca criolla, picante y viva, en el reconocimiento alegre de un país campesino, todos mujeres y hombres. Allí llegó Arciniegas, desde Nueva York, para encontrarse con Martín Luis Guzmán, el mexicano, compañero de Pancho Villa, el autor de El águila y la serpiente (1928), y disfrutar juntos ese suceso y aprender algo de guaraní: las ametralladoras se llamaban piripipi. Con ellas se hacían revoluciones, pero ahora se vivía una breve pausa de paz. También estaba la caña, el whisky de Paraguay y la incomparable música del arpa, el corazón poético de toda palabra en guaraní, mítica, consustanciada con la naturaleza y de expresiva belleza.
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