Curiosidades y…
El ‘Manifiesto’ taurino
17 de Febrero de 2012
Antonio Vélez
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Vuelven las corridas de toros, y con ellas sus defensores, y volvemos los aguafiestas. La misma faena de todos los años. Y los mismos argumentos vacíos en su defensa, las mismas palabras movidas por el deseo, no por la razón; los mismos sofismas de distracción, los mismos argumentos ingenuos, las mismas mañas, metidos en el burladero, sacándole el cuerpo al argumento central de la discusión: la crueldad y tortura que implica la fiesta brava para el toro, un asunto de ética.
Contamos ahora, para nuestro regocijo, con un elemento nuevo, pero lleno de cosas viejas, el Manifiesto, un engendro producido por dos periodistas de pura casta. Y digo que para nuestro regocijo, pues los argumentos que exhiben para defender sus gustos son repetidos hasta el cansancio, siempre eludiendo el tema central: la tortura innecesaria a un animal que siente dolor, un acto bárbaro, como también lo es el boxeo. Por eso resulta fácil y entretenido rebatirlos. Ni siquiera debemos rebuscar argumentos nuevos, porque ya sabemos lo que van a decir.
Alegan en el Manifiesto que se trata de una tradición cultural antiquísima, artística y pacífica; y lo defienden con arranques patéticos de poesía cursi: “Un arte específico que contiene los ideales de la cultura hispánica: el sentido trágico y heroico de la vida… una gran metáfora sobre la vida y la muerte”. Y tratan de conmovernos con la manida posición ecológica: “…somos defensores del medio ambiente y de la conservación de las especies, que incluyen la del toro bravo” (lo que está en peligro es una raza, no una especie). Que la fiesta brava es pacífica, pues no se le hace daño a nadie, porque aceptan una premisa falsa: que el toro es un don nadie, insensible al dolor. Que detrás del rechazo “se esconde el simple afán de prohibir los gustos y aficiones de los demás”, es decir, que se trata de impedir el goce de los aficionados, envidia barata, como la de los moralistas baratos, que sufren con el placer del prójimo; una falsedad. Que están luchando por “el derecho a la libertad de opción cultural, como se respeta la libertad de conciencia”. Otra falacia, pues suponen que la tortura animal es una opción cultural válida, y como tal debemos respetarla, lo que implicaría que debemos respetar otras opciones culturales como la ablación del clítoris, el cortarles la mano a los ladrones, la lapidación... Que “exigimos respeto absoluto por nuestros gustos y sentimientos”, como si debiésemos respetar los gustos y sentimientos de los pedófilos o de los aficionados a la pornografía infantil.
A los “manifestantes” se agregan otros taurófilos, listos siempre al combate en defensa de su afición. Que se lesiona la libertad, que está prohibido prohibir, dicen con alardes de modernidad. Una solemne tontería, pues han olvidado una verdad elemental: que la convivencia es posible gracias a las prohibiciones, que la vida en comunidad exige un delicado balance entre prohibición y libertad. Olvidan que para ello se han elaborado los decálogos, los códigos penales, los reglamentos... Olvidan que es obligatorio prohibir el cruce de semáforos en rojo, manejar alicorado, poner rancheras a cien decibles hasta el amanecer…
Acometen otros, usando la falacia llamada tu quoque, que también matamos animales para nuestro consumo, sin mostrar remordimientos. Que se maltratan caballos, bueyes y otros animales en el campo, y que se abusa de muchos animales en los laboratorios. Admitámoslo, pero es una falacia ordinaria justificar una crueldad con otra.
Un sabihondo cronista taurino asegura que la ira del toro se alimenta de la secreción de endorfinas, que atenúan el dolor, entonces el toro sufre, pero poco. Podríamos invocar el mismo teorema para defender las torturas de Abu Ghraib y Guantánamo: se sufre, sí, pero no tanto por el blindaje de las endorfinas.
El año entrante nos encontraremos de nuevo en el mismo ruedo.
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