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El imperio del caos. A propósito de una fallida reforma judicial
06 de Junio de 2014
Francisco Bernate Ochoa
Coordinador del Área de Derecho Penal de la Universidad del Rosario
Twitter: @fbernate
Para la mayoría de los colombianos, uno de los asuntos pendientes para el futuro próximo de nuestro país es retomar la fallida reforma judicial, misma que, en medio de escándalos e indignación, resultara archivada en una legislatura anterior.
Sin embargo, quienes ejercemos la profesión del Derecho sabemos bien que el siglo XXI trajo para Colombia una profunda reforma a la justicia, en tanto que, en menos de 10 años, todos los sistemas procesales fueron reformados. El nuevo Código de Procedimiento Penal, el Código General del Proceso y el nuevo Código de Procedimiento Administrativo cambiaron la forma en que todos los asuntos judiciales, a excepción de la acción de tutela, deben tramitarse, de manera que sí hemos tenido una muy profunda reforma judicial, en muy poco tiempo.
Como es apenas natural, los propósitos de las diferentes reformas son bastante parecidos entre sí, pues se habla en todos los casos de oralidad, concentración, agilidad, descongestión y, sobre todo, aparece el habitual recurso a la dicotomía entre lo antiguo, que se confunde con obsoleto, y lo moderno, que se entiende como lo ágil y sencillo. Cuando se motivan estas reformas, o cuando se oye a quienes las impulsaron, es habitual acudir al recurso del mito de la caverna. Durante años vivimos en la oscuridad, y recién ahora empezamos a ver la luz.
Pues bien, hablar del fracaso de la reforma al sistema penal es llover sobre mojado. Lo increíble es que la lección no se aprendió, y pasamos ahora por la vergüenza del fracaso de las reformas al Código General del Proceso y el Código Contencioso Administrativo, mismas que se tramitaron y aprobaron sin siquiera pensar que serían inaplicables, por no tener los recursos para su implementación. El resultado de esta situación: impunidad en lo penal, deslegitimación de la justicia, estancamiento económico, arraigamiento de la desigualdad y la injusticia, y la idea de que vivimos en el más perfecto caos.
Lo terrible es pensar que lo que se tenía antes de esta ola reformista, mal o bien, funcionaba. Miremos como ejemplo el Código de Procedimiento Laboral, mismo que data de los años cincuenta, y que supo adaptarse a los grandes cambios que supuso la Constitución de 1991, sin mayores dificultades. Una legislación con tanta estabilidad rendía sus frutos, en tanto que las interpretaciones eran uniformes, todos los usuarios del sistema judicial conocían con claridad las reglas y sus interpretaciones y, por ello, durante mucho tiempo la justicia laboral fue un ejemplo para las demás. Pero la lógica del legislador colombiano en esto, como en casi todo, es incomprensible. Si algo funciona, cámbielo.
El panorama es complejo. Las grandes reformas, adornadas de los escritos de autores extranjeros que jamás han pisado un juzgado colombiano, resultaron inaplicables, y por ello se aplaza y se aplaza su entrada en vigencia o, peor aún, como está sucediendo, se aplican las reformas por partes o según el lugar de los hechos, de manera que, a hoy, nadie tiene claro cómo se tramita un proceso de ninguna naturaleza.
No falta mucho para que algún reformista, en pro de la modernidad, se atreva a desconocer la grandeza de la obra legislativa de don Andrés Bello. No queda otra que sentarnos a esperar.
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