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Actualizado hace 2 minutes | ISSN: 2805-6396

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Columnistas


El Código de Comercio: 40 años después

07 de Febrero de 2011

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Néstor Humberto Martínez Neira

Néstor Humberto Martínez Neira

Socio de Martínez Neira Abogados Consultores

 

 

 

La academia se prepara para celebrar los primeros ocho lustros del Código de Comercio. Se trata de una oportunidad maravillosa para examinar científicamente los desarrollos del estatuto durante esos años, sus bondades y sus imperfecciones. Tarea que habrá de llevarse a cabo de la mano de la jurisprudencia y de la doctrina para conocer, con certeza, la forma como los operadores jurídicos han interpretado los dictados del legislador de 1971.

 

Esta es, a nuestro juicio, la forma más conveniente de conmemorar los trabajos que se adelantaron hace 40 años para la promulgación del Código de Comercio, que estuvo precedido de serias indagaciones sobre las instituciones más modernas que en la época ofrecía el derecho comparado, así como de profundas deliberaciones académicas, con ocasión de las comisiones de reforma de los años 1958 y 1970, en las que participaron con dedicación extrema personalidades como Gabino Pinzón y José Ignacio Narváez.

 

Lamentablemente estos aniversarios sirven de ocasión para proponer reformas integrales a los códigos. Recuerdo que en 1987, al celebrarse entre nosotros el centenario del Código Civil de Don Andrés Bello, el Ministro de Justicia de la época consideró que lo más apropiado era integrar una comisión que se encargara precisamente de su derogatoria, a través de su reforma integral. Increíble, pero así fue. No se procuró analizar su legado y sus proyecciones, por esa proclividad epidérmica de algunos funcionarios de cambiar las cosas porque sí. Propuesta que, claro está, no estuvo precedida del necesario estudio acerca de la eficacia de sus disposiciones y la conveniencia de las mismas, a la luz de las realidades socioeconómicas de los tiempos modernos y la necesaria evolución del pensamiento jurídico.

 

Ojalá esta no sea ahora la suerte del Código de Comercio, cuya juventud es manifiesta y cuyas instituciones apenas empiezan a consolidarse. Seguramente será necesario que en el futuro deban introducirse al mismo algunas actualizaciones, como se ha venido haciendo con algunas reformas puntuales, de la cual la más importante –sin lugar a dudas- es la Ley 222 de 1995, pero nadie puede dudar que su utilidad ha sido manifiesta y su aire de modernidad es evidente aún hoy.

 

La “reformitis” de las leyes en general y de los códigos en particular no parece ser una buena práctica, tanto más si las reformas se introducen por el prurito de acceder a una modernidad, en la que solo creen sus anunciantes. En los últimos tiempos hemos tenido ocasión de ver una serie de reformas que son verdaderos anatemas y colchas de retazos, carentes de todo sustento doctrinario y cuya único faro es el pragmatismo, iluminado por ideas de ocasión de los regentes de turno, pero que hieren gravemente los fundamentales de nuestras instituciones jurídicas. Las leyes sobre sociedades unipersonales y facturas comerciales son algunos buenos ejemplos de lo que no debería ocurrir.

 

Muchas de las enmiendas legales pueden estar inspiradas en los mejores propósitos, pero las mismas no pueden hacer caso omiso de las premisas en que se funda toda una estructura jurídica. El legislador debe ser muy cuidadoso en las reformas que proponga, para no herir los cimientos de las instituciones que ha construido durante centurias. Ejemplos hay muchos.

 

A manera de ilustración, en la reciente Ley de Formalización y Generación de Empleo, en la cual se introdujeron elementos muy útiles para la liquidación de sociedades, se dispuso, por ejemplo, que la designación de los liquidadores en disolución le corresponde a la Superintendencia de Sociedades, cuando no sean elegidos por las asambleas de socios, “aunque en los estatutos se hubiere pactado cláusula compromisoria”, lo que deja entrever que a través del pacto arbitral un tribunal de arbitramento que está llamado a declarar el derecho puede proceder a adoptar decisiones de los máximos órganos societarios, lo cual es totalmente improcedente. Es este un asunto pacífico en la doctrina internacional y en nuestra jurisprudencia, como se reconoció recientemente en el caso de la Empresa de Teléfonos de Bogotá.

 

Otro ejemplo significativo es el de la Ley de la Sociedad por Acciones Simplificada que, con un elástico concepto de lo práctico, facultó a sus constituyentes a abstenerse de precisar el objeto social de tales compañías, entre otros aspectos. Según la nueva ley, si en el acto constitutivo no se señala la empresa social, debe entenderse que la sociedad puede emplearse “en cualquier actividad lícita”, con lo que se echó por la borda toda la teoría ultra vires y el papel que cumple el objeto social tanto en el orden externo de la sociedad, determinado la capacidad de la persona jurídica, como en el orden interno, estableciendo un límite a las facultades de los administradores sociales, como lo sostuvo la Corte Suprema de Justicia en célebre fallo de julio de 1978. 

 

Es claro que en las compañías en las que no se precisa el objeto, los administradores reciben un “cheque en blanco” para comprometer el patrimonio social en lo que les venga en gana, lo que no deja de ser un desafuero, en la medida en que, desde la perspectiva de la racionalidad económica, nunca un inversionista entrega recursos de capital para que el gestor de sus negocios haga lo que le parezca con los aportes de riesgo. 

 

Bastan estos dos ejemplos para exhortar a la academia y a las autoridades sobre la importancia de debatir las reformas en el terreno de los conceptos, sin caer en la tentación de lo simplista, que propone la escuela del pragmatismo hirsuto. Tal vez así podamos poner a salvo nuestros códigos y no se nos termine imponiendo un nuevo orden, anárquico y carente de coherencia ideológica.

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