Columnistas
El chivo de la chiva
16 de Octubre de 2014
Orlando Muñoz Neira Abogado admitido en la barra de abogados de Nueva York
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El escándalo es un fenómeno social que, además de alimentar el morbo público y prender las alarmas (fundadas o no) frente a un hecho determinado, incrementa o mantiene viva la atención que intentan merecer no pocos medios de comunicación social. Hoy es difícil imaginar que los medios más taquilleros puedan conservar su cuarto de popularidad (y con ello sus ganancias) si más temprano que tarde no atizan el interés de la audiencia, con uno que otro escándalo.
Para que algún furor suscite, el protagonista del escándalo debe ser, o bien un pesado de la fama, o alguien que, sin serlo, salta al patíbulo de la condena pública justo por (supuestamente) cometer la traición con que la bulla mediática lo condena por anticipado. Así, quien, ante el foco de los medios, aparece como el malvado de turno, viene a ser como el chivo expiatorio a costa del cual nace la chiva periodística: ¡es el chivo de la chiva!
Por supuesto que un Estado que respeta la libertad de expresión no puede, legítimamente, censurarla, máxime cuando tal libertad sea ejercida por compañías de medios que, de dientes para afuera, figuran con el ánimo de destapar la verdad (su verdad) a cualquier costo, aunque, de dientes para dentro, los inunde el ánimo pero de lucro.
Las víctimas, digo, los chivos de tales chivas, no siempre son lo que la pantalla y el papel dicen que son, pero sobre todo cuando son funcionarios de nivel intermedio, con escasa posibilidad de ser escuchados, apenas pueden pronunciar una que otra palabra que la poderosa máquina mediática (que de los escándalos vive) fácilmente acalla con regaños y hasta insultos al aire que mucho peor hacen ver al patito feo del momento.
El público pocas veces percibe la diferencia entre la enorme magnitud de recursos que los medios tienen, en todo momento, para transmitir, a los cuatro vientos y a cada minuto, su mensaje, y la minúscula posibilidad que el chivo de la mala hora posee para dar a conocer su versión. El juicio mediático termina siendo así como el tribunal de Pilatos: con tal de satisfacer las tendencias de la turba, se puede crucificar al más puro de los inocentes. Y ello, entre otras cosas, porque, cuando, a duras penas, la pobre víctima ha podido exponer su postura, los dueños del micrófono que (como se ha vuelto usual), le han practicado una entrevista repleta de regaños e interrupciones, o los propietarios de la tinta han ubicado la versión del implicado en la esquina que nadie lee, siguen siendo aquellos los que conducen el timón de la opinión pública.
Los mecanismos legales que, sin incurrir en indebida censura, pueden remediar la situación son bastante tullidos, primero porque los organismos estatales encargados de aplicarlos no pueden tomar el riesgo de limitar la libertad de expresión, que es una valiosa garantía inherente a la democracia; segundo, porque esos organismos no pueden darse el lujo de tomar atajos para decidir en un abrir y cerrar de ojos, y, tercero, porque los funcionarios oficiales que podrían aplicar la ley en caso de irresponsables abusos mediáticos, son seres humanos, alérgicos a ganar innecesarios problemas entre los que cuenta la opción de volverse un chivo expiatorio más. Mucho más cómodo resulta permitir, al estilo de los juicios a las brujas medievales, mandar a una que otra a la hoguera para ratificar el rumor comunitario de que sí las hay.
Así, entonces, al grupo de los condenados en forma arbitraria en los tribunales de justicia por errada valoración probatoria o incompetencia del juzgador, hay que sumar otros inocentes injustamente condenados por el peso inmisericorde de los tribunales mediáticos que, prevalidos de la fama y el dinero, parecieran a veces no tener límites. En fin, en la práctica, es triste reconocerlo, muy poco es lo que se puede hacer para que la voz del que ahora es catalogado de villano tenga algún eco decente pues los creadores de escándalos (o forjadores de opinión como algunos se autoproclaman) obran, casi siempre, bajo la obstinada convicción de no ser susceptibles de cometer error alguno.
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