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El cambio que no fue
12 de Noviembre de 2014
Francisco Bernate Ochoa
Coordinador del Área de Derecho Penal de la Universidad del Rosario
Twitter: @fbernate
El reciente paro judicial nuevamente ha puesto de presente, para quienes nos duele la justicia, las condiciones laborales de miles de funcionarios que, día a día, laboran movidos por la mística, mientras esperan que el Gobierno dé cumplimiento a una ley que hace mucho tiempo cumplió la mayoría de edad.
Sin embargo, la crisis de recursos en la justicia no solamente se refleja en el incumplimiento de los derechos laborales de nuestros funcionarios, las precarias condiciones físicas en que desarrollan sus labores, la inexistencia de una política de bienestar y prevención de riesgos laborales, sino, también, en la imposibilidad de implementar reformas que deberían mejorar la prestación de este servicio público.
Sin que se haya generado un mayor debate al respecto, tenemos que el legislador ha expedido reformas al procedimiento que no se han podido implementar, simplemente porque no hay recursos para ello. A la manera de quien contrata a un costoso arquitecto para que diseñe los planos de lo que será un imponente palacio, sin contar con los recursos para su construcción, nuestras reformas procedimentales recientes dan cuenta de un marcado desconocimiento de las reales necesidades de nuestra justicia por parte de quienes rigen nuestros destinos.
El comienzo de esta penosa situación se dio con la implementación del sistema penal acusatorio, pensado para aplicarse en grandes salas de audiencias dotadas con tecnología de punta y funcionarios con una reducida carga de trabajo, pues la mayoría de los procesos deberían resolverse por fuera de la corte. Decir que nada de ello se cumplió es llover sobre mojado. Las salas de audiencias se hicieron a medida que se pudo, y el deterioro de las instalaciones es evidente en algunos rincones del país; así mismo, ya los anaqueles de los despachos acusan la misma cantidad de papel que tenían antes de la llegada de la oralidad.
Otra suerte corrieron el nuevo Código Penal Militar y el Código General del Proceso, normativas igualmente ambiciosas, con las que se implementaba la oralidad, convertida de la nada en la panacea de la justicia eficiente, y que no se han podido aplicar, simplemente, porque no se han establecido los recursos para ponerlos en marcha. Entonces tenemos un legislador irresponsable, que expide normas sin prever que las mismas tienen unos costos para poderse aplicar e implementar, generando todo un caos normativo, en el que ya nadie sabe lo que está vigente y lo que no, como ha sucedido con estos dos cuerpos normativos.
Resulta desafortunado medir la eficiencia del Congreso de la República por el número de leyes que se expiden en un año. Creemos que la cuestión no es de cantidad, sino de calidad. De nuestra parte, preferimos estatutos estables, que perduren en el tiempo, con instituciones que se van decantando y madurando a la manera del viejo Código Judicial o del Código Penal de 1936, cuyos artículos aún recitamos, a pesar de nunca haberlos aplicado, y que superaron el paso del tiempo en épocas en que los debates parlamentarios eran preparados, documentados y teníamos un Congreso conectado con las necesidades reales de la comunidad, que le daba a la justicia la importancia que le corresponde en una sociedad civilizada.
Por el contrario, en la época que vivimos, lo que interesa es importar modelos procesales extranjeros, adornar los proyectos de ley con lo más denotado de la literatura extranjera, sin contar con los recursos para poderlos implementar, ni tener en cuenta nuestra idiosincrasia, nuestras tradiciones, nuestro pasado, nuestras creencias, nuestras necesidades; con lo que los soñados palacios solamente se quedan en el papel y nos queda a todos la sensación de que para lo único que sirven estas reformas es para complicar lo que ya funcionaba.
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