El buen juez Pablo Magnaud
05 de Agosto de 2015
Whanda Fernández León
Docente Especial Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales Universidad Nacional de Colombia
Abogado: tu deber es luchar por el Derecho; pero el día que encuentres en conflicto el Derecho y la justicia, lucha por la justicia. Eduardo Couture.
Magnaud, el erudito que sorprendió a Francia y cuya fama atravesó fronteras, nació en 1848 en la provincia de Bergerac. Estudió Derecho y por sus merecimientos pronto ingresó a la carrera judicial, iniciando su brillante trayectoria como empleado de diferentes tribunales, la que culminó como Presidente del Tribunal de Distrito de Cháteau-Thierry, cargo que desempeñó hasta el 5 de julio de 1918. Murió en 1926.
Independiente, discreto, de honradez acrisolada, docto, sin atisbos de pedantería e infinitamente benévolo, asumió la función de administrar justicia con la dignidad de un verdadero sacerdote. Redactaba sus sentencias de manera sencilla y, por lo general, acertaba al conceder la razón a quien la tenía dentro del litigio entablado ante su Corte. Supo liberarse de la exégesis normativa; fue severo y compasivo a la vez, y siempre satisfizo los anhelos de justicia de una sociedad apática, divorciada de la judicatura de la época.
Sin importarle la ácida crítica de la prensa francesa y la constante casación de sus sentencias, siempre las cimentó en el sentido común. Famoso es el caso de Louise Menard, madre soltera, de 23 años, sin trabajo ni medios de sustento, procesada por haber sustraído unos panes de la panadería de su sobrino, para dar de comer a su pequeño hijo que llevaba 36 horas sin probar bocado. Pese al escándalo de algunos legalistas, el magistrado Magnaud la absolvió. En la equitativa decisión subrayó la antijuridicidad material de la conducta y la presencia de una circunstancia exculpante, conocida en la teoría del delito como estado de necesidad. Frente a lo irrelevante del hecho y al insignificante valor del bien jurídicamente protegido, infirió que no se justificaba la imposición de una pena.
Arquetipo de profesional inteligente, receptivo, dominador de los saberes propios de las ciencias jurídicas, poseyó la virtud de la paciencia para oír a los litigantes y descubrir en la complejidad de sus alegaciones, la teoría más cercana a la verdad. Persuadido de su responsabilidad y de la falibilidad de los juicios humanos, jamás olvidó que se le había dado el privilegio de ejercer “un ministerio sagrado y terrible que parecía usurpado a los mismos dioses, cual es el de administrar justicia entre los hombres”, según la elocuente expresión de Ellero. Magnaud, autor de sentencias memorables, recibió el honor de perpetuarse en la historia como “El buen juez”.
Los tiempos, los sistemas de juzgamiento, los paradigmas, los valores de la sociedad, los abogados, han cambiado. Las transformaciones son ostensibles y tan desconcertantes las respuestas de las instancias judiciales, que no es exagerado presagiar el total ocaso de las garantías y de las libertades ciudadanas. Poco a poco retornan el autoritarismo y la arbitrariedad.
Precisa recuperar las supremas virtudes de la justicia, dejar atrás la lógica del amigo/enemigo, admitir que el rigor y la rectitud no son incompatibles con el trato amable que se depare a procesados, partes e intervinientes. El juez moderno se encuentra en el indeclinable deber de apropiarse de la integridad de Magnaud y reconocer que el Derecho Penal tiende, como lo advierte Ferrajoli, a la protección del más débil contra el más fuerte, tanto del débil ofendido o amenazado por el delito, como del débil ofendido o amenazado por las venganzas.
Encontrar de nuevo la obra de Henry Leyret, fiel biógrafo de Magnaud, y retomar la lectura de las sentencias del buen juez aviva la fe en que el Derecho Penal no ha muerto y que para fortalecer la justicia solo es suficiente humanizarla, para que, como suplicara Voltaire a los insensibles jueces y magistrados del periodo que antecedió a la Revolución, “no siga proliferando una jurisprudencia de antropófagos”.
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