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Actualizado hace 12 minutes | ISSN: 2805-6396

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Reflexiones


El axioma de Carimagua

07 de Septiembre de 2012

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Jorge Orlando Melo

Jorge Orlando Melo

www.jorgeorlandomelo.com

 

 

 

Una reciente sentencia de la Corte Constitucional anuló los artículos del Plan de Desarrollo del 2010 que permiten que los pequeños agricultores que recibieron baldíos del Estado los vendan a grandes propietarios. La mayoría de los comentaristas han dicho que esto frena el desarrollo y perjudica a los mismos campesinos.

 

Estos argumentos se apoyan en un mito tan persistente como falso. El que podría llamarse Axioma de Carimagua afirma que los pequeños agricultores son menos productivos que los grandes y que para lograr un desarrollo rápido del campo hay que apoyar ante todo a las grandes empresas. La idea es que los campesinos no tienen los conocimientos apropiados para impulsar una agricultura moderna, que no tienen acceso adecuado a otros recursos necesarios como crédito, insumos modernos, redes de distribución, etc., y que las parcelas pequeñas impiden usar con eficacia las tecnologías más avanzadas.

 

Lo curioso de esta idea es que contradice tanto lo que sostienen los economistas agrícolas como la experiencia histórica. El más importante experto en el tema, Albert Berry, ha subrayado una y otra vez que si hay algo que se sepa con certeza es que los pequeños agricultores son más productivos que los grandes, que los argumentos sobre economías de escala raras veces son aplicables a las empresas agrícolas y que las ventajas de los pequeños son muy grandes: producen bienes que crean mayor valor por hectárea, emplean más trabajadores, protegen mejor el medio ambiente, reducen la desigualdad de ingresos, favorecen la seguridad alimenticia por su tendencia a incluir productos de consumo familiar y a la larga estimulan un crecimiento económico más rápido que la gran agricultura.

 

La historia colombiana da la razón a Berry. Durante la colonia las ínfimas parcelas de los resguardos indígenas fueron la principal fuente de producción de alimentos, mientras los grandes propietarios españoles y criollos dedicaban sus tierras a una ganadería improductiva, como lo denunciaron los mismos virreyes, aterrados por la pobreza de un país lleno de recursos mal explotados. En el siglo XIX, después de que los grandes propietarios de Santander y Cundinamarca fracasaron en su cultivo, los pequeños y medianos agricultores de Antioquia y Caldas convirtieron al café en la mayor fuente de progreso agrícola del país.

 

En los últimos cuarenta años, a pesar de algunos tímidos esfuerzos de reforma agraria, el país ha ayudado en todas las formas a los grandes propietarios, con subsidio a las tasas de cambio, crédito barato, apoyo a la investigación y la comercialización, bajos impuestos a los terratenientes, mecanismos de protección que obligan a los consumidores a comprar comida cara. Lo que se ha buscado y se ha logrado es, en la práctica, que los pobres den plata a los ricos.

 

Sin embargo, el resultado –fuera de algunos casos, como las flores o los aceites– ha sido pobre: hoy el campo colombiano es más desigual que nunca, la propiedad está más concentrada y su productividad es baja. Honduras, Perú o Ecuador exportan más frutas o verduras que nuestro país, y crecieron dramáticamente en la última década, mientras nosotros nos estancamos, sin buscar promover los productos que responden a nuestra diversidad natural, y que son ante todo apropiados para pequeños productores.

 

No conozco la sentencia, y por lo tanto no puedo juzgar sus argumentos legales: con frecuencia lo discutible no es la conveniencia o inconveniencia de una decisión, sino hasta dónde debe la Corte, y no el Congreso, decidir si una política es conveniente o no.

 

En todo caso, sería bueno ensayar lo obvio: dejar que los grandes se defiendan solos, apoyándose en el mercado, y respaldar a los campesinos. Esta es una de las pocas políticas en las que redistribuir, en vez de frenar la producción, la hace crecer.

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