Crítica literaria
Diana Ducret: ‘Las mujeres de los dictadores’
20 de Diciembre de 2013
Juan Gustavo Cobo Borda |
Alumna de la Sorbona y de la École Normale Superieure, esta francesa indaga y escarba en la vida de esposas o amantes de los dictadores. O de ambas a la vez. Mussolini, Lenin, Stalin, Salazar, Bokasa, Mao, Ceauscescu, Hitler. El recorrido es fascinante y el saldo, casi siempre, atroz.
Primero, la vanidad de esas figuras. Mussolini se precia de tener el torso más perfecto de la playa donde se exhibe. ¿De la playa? No, de toda Italia. Pero las piernas torcidas estropean el conjunto. Hay que fotografiarlo sólo de la cintura para arriba. Hitler conoce a Eva Braun en el estudio del amigo fotógrafo donde trabajaba como ayudante. Hitler lo visita para estudiar y mejorar sus poses cuando da sus discursos. Todos ellos parecen tener el magnetismo en los ojos que a todas seduce. Al ascender las tortuosas escaleras del poder lo hacen apoyándose en mujeres que los respaldan e incluso mantienen, para luego dejarlas de lado, como las dos judías ricas que, en el caso de Mussolini, verán en la década de 1930, contagiado por Alemania y Francia, la Creación del Comité de la Demografía y de la Raza, para privar a los judíos de la nacionalidad y expulsarlos.
Pero no son solo “los ojos fosforescentes” los que las mantienen literalmente cautivas, vigiladas, espiadas, abandonadas por esos cancerberos celosos que, enloquecidos por cambiar el mundo, verán cómo ellas serán las únicas en acompañarlos a morir cuando, vencidos, se suiciden o sean fusilados. O sean capaces, como la segunda esposa de Mao, Yang Kaihui, de gritar vivas en su nombre antes de ser decapitada.
Otro rasgo curioso es cómo muchas de estas mujeres se aíslan en sus fantasías de ser únicas y convertir sus sueños (ganar el premio Nobel, comprar ropa de marca en París) en una obsesiva razón de ser.
Al morir fusilada, Elena Caeauscescu, sin entender nada de lo que pasaba, “madre de todos los rumanos”, acumulaba 74 títulos universitarios, de su país y del mundo. Por su parte, Catherine Bokassa, emperatriz de África Central, con vestidos de la casa parisina Lanvin, imita, punto por punto, la coronación de Napoleón Bonaparte el 2 de diciembre de 1804. Solo que ella irá aún más lejos en esa fascinación: no los 100.000 francos por día que gasta en Louis Vuitton y otras tiendas del faubourg Saint- Honoré. Le gritará, en una pelea con su marido, que ella es amante del presidente de Francia, Valery Giscard d’Estaing. Lo cual repetirá el propio Jean Bedel Bokassa, alcoholizado y derrocado, rumbo a Costa de Marfil. El culpable es él, el presidente de Francia.
Otras figuras son quizás más provincianas pero no menos curiosas. El seminarista Salazar que domina Portugal durante casi 40 años con su lema de Dios, patria y familia. Lleva invariablemente a sus diversas amantes a la habitación 301 del hotel Borges, en Lisboa. Entre ellas a Mercedes de Castro Feijoo, quien de retorno a París, y en francés, le escribirá diciéndole: “Estoy llena de nostalgia… recuerdo con ternura las cucarachas del hotel Borges” (p. 165). Pero Salazar, como muchos otros, será inapelable: “No se puede hacer política con el corazón, ¡sólo se puede gobernar con la cabeza!”.
Sin embargo, lo irracional determina muchas de estas mentes. ¿Cómo no serlo si Mussolini, el hijo de un herrero, llega a recibir de 30.000 a 40.000 cartas por mes, la mayoría de admiradoras, solteras o casadas, que se le ofrecen sin pudor? Al mismo tiempo, una vez conseguidas, el reproche y las amarguras, por no prestarles atención y amenazar a su ídolo con el suicidio, como sucedió con la sobrina de Hitler, Geli, Angelika Raubal, disparándose un tiro en el corazón. No es fácil convivir con el Fuhrer.
En todo caso, muchas de ellas son certeras en el diagnóstico. Inessa, casada que compartirá su vida con Lenin, escribió: “Las mujeres se lo creen todo y los hombres mienten sin parar”. Y Lan Ping, la actriz mujer de Mao, concluirá: “La contribución del hombre a la historia se reduce a una gota de semen” (p. 217). Stalin, más crudo y tosco, enfrentó a la viuda de Lenin, negándose a rendirle pleitesía, con estas palabras: “Acostarse con Lenin no garantiza automáticamente la comprensión del marxismo-leninismo”. En todo caso, el marxismo-leninismo es ya un viejo cadáver y estas figuras renacen, con erudita comprensión, en este libro donde las mujeres vuelven, escondidas, quizás, pero decisivas en la megalomanía de estos sátrapas, obsedidos por el poder. Una válida lección de ciencia política.
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