Reflexiones
Del heroísmo a la frivolidad
10 de Agosto de 2011
Jorge Orlando Melo
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El derecho a resistir una ley injusta o a rebelarse contra la tiranía fue alegado muchas veces, en los tiempos modernos, por los protestantes contra las monarquías católicas, por los ateos contra gobiernos religiosos, por los socialistas contra el capitalismo.
Las democracias aceptan hoy que quienes consideran que hay obligación de obedecer la ley rechacen con tal energía una norma concreta, que recurran a la “desobediencia civil” o aleguen ante las autoridades la “objeción de conciencia”, como quienes se oponen al servicio militar. Para evitar que la objeción de conciencia o la desobediencia civil se usen para eludir las obligaciones de ciudadanos o funcionarios, se exige a quienes la esgrimen que demuestren que lo hacen por razones de conciencia y no de conveniencia privada, que su vida es coherente con las creencias que alegan e incluso, en el caso del servicio militar, que lo compensen con otras tareas.
Esto es lógico, pues en una sociedad pluralista, llena de sectas, religiones y organizaciones diversas, las convicciones pueden ser de variedad caleidoscópica y fanatismo inesperado. Muchos consideran que ciertos impuestos violan los derechos naturales, que la igualdad de las razas es contraria a la naturaleza, que los métodos anticonceptivos o la evolución contradicen la palabra de Dios. En Colombia, la Iglesia alegó el derecho de resistencia a la “obligación exorbitante” de recibir hijos naturales en los colegios privados o a la libertad de cátedra. Era la época en la que un obispo enseñaba que las mujeres que se vestían como hombres transgredían la ley natural, y una pastoral del episcopado prohibía que niños y niñas fueran a las mismas clases, en violación de la ley divina, y “como si el Creador no hubiera ordenado y dispuesto la convivencia perfecta de los dos sexos solamente en la unidad del matrimonio”.
Con la autorización del aborto en ciertas circunstancias, se ha argüido el derecho de los médicos a negarse a hacer algo que para muchos de ellos es, en conciencia, un asesinato. La contradicción entre el aborto y la creencia del médico es tan fuerte, que es lógico reconocer su derecho a no actuar contra sus convicciones morales. Esto se apoya en convicciones radicales y razonables, en las que no se desconocen derechos ajenos ni se incumplen tareas asignadas a funcionarios. Menos razonable es pretender, como parece establecerlo un proyecto de ley elaborado con apoyo de la Procuraduría, que un notario, por ejemplo, puede negarse a dar testimonio del matrimonio de dos personas del mismo sexo, pues no es él el que se casa, y lo que hace es negarse a cumplir la obligación legal de ser testigo del acto de otros, quitándoles al mismo tiempo un derecho que la ley les da. Tampoco sería lógico que se permitiera a los maestros negarse a explicar el control de natalidad o el evolucionismo, que un juez dejara de aplicar las penas que considera crueles o injustas, o que un farmaceuta pudiera negarse a dar a un paciente la pastilla del día siguiente.
Y en todo caso, definir por ley que los que no están de acuerdo con el servicio militar están exentos de él, o que los notarios que objeten al matrimonio entre razas distintas o sexos iguales podrán excusarse de atestiguarlo, es hacer que una objeción personal, basada en convicciones individuales, se convierta en el derecho de un grupo definido en forma genérica. Los constituyentes de 1991, que aceptaban la objeción de conciencia, no la quisieron consagrar en la Carta, pues pensaron que era mejor que surgiera de la defensa de otros derechos, como el de la libertad de conciencia: convertir el acto a veces heroico de objetar una norma en un catálogo legal y burocrático de excepciones le quita su sentido personal y profundo y convierte la objeción de conciencia en una excusa frívola de los mismos legisladores para que las leyes no se cumplan.
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