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Tribuna libre


Crisis político institucional

26 de Noviembre de 2014

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Jaime Castro

jcastro@cable.net.co

 

Por lo que últimamente dicen y hacen, las autoridades colombianas están perdiendo el respeto y la credibilidad que antes tuvieron. Así ocurre por razones conocidas. Nuestro sistema electoral no garantiza la pureza del sufragio ni la validez de sus resultados. La administración de justicia vive su peor momento. Se politizó y el desprestigio que la acompaña llega hasta las altas cortes. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se ha vuelto segunda o tercera instancia para condenados por parapolítica u otros delitos. También para sancionados por el Ministerio Público. Un congresista pidió, inclusive, que la Procuraduría ni siquiera lo investigara. La mala reputación del Congreso es cada día mayor. Llegó al extremo de aprobar un Acto Legislativo, el 01 del 2011, para disponer que, aunque tuvieran conflictos de interés, senadores y representantes no deberían declararse impedidos para el trámite y aprobación de cualquier reforma constitucional.

 

La Rama Ejecutiva, particularmente a nivel departamental y municipal, cayó en manos de la politiquería y la corrupción. Los organismos de control, Fiscalía, Contraloría y Procuraduría, viven situaciones comparables. Los partidos tampoco responden a las necesidades de la sociedad. Dejaron de ser de garaje, pero se convirtieron en fábricas de avales. Los institucionalizamos, pero no se modernizaron ni democratizaron. Sin embargo, en el 2014 el presupuesto nacional les giró 180.000 millones de pesos para su funcionamiento y reembolso de gastos electorales.

 

La Constitución del 91 hoy es una colcha de retazos. Varias de las 40 reformas que le hemos hecho cambian algunos de sus valores y principios, pero la mayoría son intrascendentes e innecesarias porque se dictaron para manejar situaciones meramente coyunturales. Entre tanta reforma suelta no hay un pensamiento rector ni un hilo conductor que permitan sostener que con ellas se buscó estructurar un nuevo régimen político o una nueva forma de Estado. Téngase en cuenta también que el país, en las últimas décadas, ha tenido volcánicos cambios políticos, económicos y sociales que el ordenamiento vigente no interpreta ni expresa.

 

Lo anterior pone de presente la necesidad de una gran reforma político-institucional que mejore y le ponga pueblo a nuestras formas democráticas y relegitime la vida pública del país. Las instancias decisorias en la materia, Gobierno, Congreso, partidos, la ofrecen repetidamente pero nunca la hacen. Y cuando tienen la oportunidad de hacerla, optan por el camino de la reformita menor, que no afecta intereses y le agrega más retazos a la colcha. Así ocurre con las dos iniciativas oficiales que ahora se tramitan.

 

La que llaman de “equilibrio de poderes” solo importa porque prohíbe la reelección presidencial. El resto de su articulado interesa más por lo que calla que por que por lo que propone. Olvida que lo que se necesita es relegitimar la política y devolverle a toda la organización pública la capacidad institucional que ha perdido y sin la que no puede cumplir sus más elementales funciones, razón por la que todavía tenemos más territorio que Estado: en las extensas regiones en las que no hace presencia imponen su voluntad ilegales de todos los pelambres.

 

El otro proyecto que marcha sigilosamente, sin debate, pero con la presión del Gobierno, es el que llaman de unificación de periodos, pero que lo que de verdad dispone es la reelección por tres años de los actuales gobernadores y alcaldes. De esa manera acabamos la poca descentralización que hay en el país y que, paradójicamente, según dice el Gobierno, es el instrumento más importante para la construcción de la paz durante el posconflicto.

 

En razón de lo anotado conviene preguntarse quién puede y debe hacer la gran reforma. El Congreso, que aprobó las grandes reformas del 36, el 45 y el 68 y que le dio vida a la descentralización con la elección popular de alcaldes, dejó de ser el cuerpo constituyente ordinario de la Nación. Quedan como escenarios válidos la constituyente y el referendo, pero una y otro requieren ley previa que seguramente las cámaras no aprobaran, porque no querrán ceder atribuciones que nominalmente tienen, pero que son incapaces de ejercer.

 

¿Tendremos que apelar a fórmula supra o extra constitucional? Recuérdese que el Plebiscito de 1957, no previsto en la normatividad entonces vigente, acabó con la guerra civil no declarada entre liberales y conservadores que produjo más muertes (300.000) que las del conflicto de ahora. Y que la Constituyente del 91, que tampoco figuraba en el ordenamiento vigente, “desbloqueó” el sistema político, en ese momento paralizado, porque habían fracasado la convocatoria de la pequeña Constituyente de 1977, el Acto Legislativo 01 de 1979 y otras propuestas de los gobiernos Betancur y Barco.

 

Fácil concluir diciendo que la crisis de nuestro sistema político no ha estallado ni producido las consecuencias, algunas de ellas desastrosas, que ha tenido en otras partes, porque la buena situación económica de los últimos años (crecimiento, baja inflación, altas tasas de inversión, tanto nacional como extranjera, reducción del desempleo y la pobreza) ha llenado los vacíos institucionales y ha soportado la estabilidad de que gozamos. Pero la conservación y el mejoramiento de esa situación económica exigen gran reforma política. La sentencia del Barón Louis, “dadme buena política y os daré buenos negocios”, sigue siendo válida. Por ello, si a la crisis político-institucional le sumamos las dificultades económicas que se anuncian, que el Señor nos coja confesados.

 

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