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Crisis de representación política y referendo revocatorio
25 de Junio de 2012
Omar Herrera Ariza
Abogado y exdocente universitario
El lamentable espectáculo ofrecido por las mayorías parlamentarias que decidieron, contra el interés colectivo, esconderse tras el reclamo ciudadano de justicia pronta y cumplida para imponer una reforma política a todas luces inconveniente para el país y en particular para la Rama Judicial por cuanto significó ruptura del equilibrio de poderes, privatización del servicio, aumento de beneficios y canonjías para el puñado de privilegiados que acceden al parlamento, expresa, como ningún otro elemento, la hondura y la gravedad de la crisis que vive el instituto de la representación política y con esta la idea misma de democracia.
Superadas las concepciones teocráticas como fundamento y legitimación del poder, las luchas sociales y políticas de los siglos XVIII y XIX aportaron un nuevo paradigma a la obligación política: el poder solo se legitima en cuanto emana del pueblo, solo que este, ante la imposibilidad práctica de reunirse y deliberar como en la Atenas de Pericles, debe deferir sus competencias en representantes elegidos mediante procedimientos previamente acordados por el conjunto de los ciudadanos. Pero no se trata de una abdicación de competencias, sino apenas de un mandato en el que los representantes, al tiempo que adquieren el derecho de representación tienen también el ineludible deber de ser fieles al encargo conferido procurando con sus actos el beneficio colectivo.
En Colombia cada vez en mayor grado, como lo demuestran los sucesos en comento y con las honrosas excepciones de las bancadas del Polo Democrático, los Verdes, el Mira y tres o cuatro parlamentarios de la coalición de gobierno, la democracia y el instituto de la representación han sido secuestradas por una casta que se reproduce dinásticamente y a la que solo importa la máxima acumulación de poder y de riqueza. Apoderados de las agencias del Estado, bien por vía del clientelismo y de la manipulación de las necesidades de los electores, o, como lo demostraron los procesos judiciales al paramilitarismo, mediante el fraude y el contubernio con los grupos armados, usan el mandato conferido no para resolver los problemas de sus mandantes, sino para la satisfacción de sus vulgares y egoístas intereses.
Esa falsificación de la democracia hace posible, además, la mercantilización de toda la vida social, incluídas las necesidades y derechos de los ciudadanos, también los de la propia naturaleza, en forma tal que bienes colectivos como la salud, la educación, el medio ambiente ingresan a la condición de bienes transables solo adquiribles por quienes tengan dinero para comprarlos, con la consiguiente perpetuación de la injusticia, la pobreza y el atraso, generando espacios para la conflictividad y para que el poder constituido apele a la criminalización de las naturales reclamaciones de quienes se sienten afectados.
Porque la crisis de la representación se viene gestando de tiempo atrás, la reforma constitucional del 91 creó algunos instrumentos orientados a solventar las dificultades. Entre ellos, el referendo y la revocatoria del mandato que, para las actuales urgencias se ofrecen necesarios: el esperpento que bajo el nombre de Reforma a la Justicia nos recetó la impudicia de los politiqueros debe ser revocado mediante el ejercicio del poder soberano de los ciudadanos expresado vía referendo.
Pero además sería contrario a la naturaleza de las cosas que la deslealtad cometida por las mayorías parlamentarias quedara sin sanción. Por eso el referendo debe incluir también la decisión popular de revocar el mandato a aquellos que actuaron contra el bien común y disponer su exclusión e inhabilidad para el ejercicio de la actividad política.
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