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Actualizado hace 10 minutes | ISSN: 2805-6396

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Curiosidades y…


Crimen y castigo II

08 de Noviembre de 2011

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Antonio Vélez

Antonio Vélez

 

 

 

 

Aquellos desgraciados que fueron sometidos durante su niñez a maltrato severo o a abuso sexual presentan, con frecuencia, reducciones significativas en el hipocampo o en la amígdala, alteraciones asociadas a conductas delictivas que la persona es incapaz de evitar. El hecho de criarse en un medio hostil y “duro” exige respuestas también hostiles y “duras”, que superan la voluntad del sujeto. Ser antisocial, entonces, parece ser una estrategia darwiniana para sobrevivir en un medio rudo, amenazante y cruel.

 

Ciertas formas de violencia exhibidas por algunos individuos se caracterizan por ataques súbitos e intensos. Se cree que esas reacciones extremas se derivan de trastornos epilépticos del lóbulo temporal. Como prueba, los neurólogos citan horripilantes casos atribuidos a pacientes epilépticos; así mismo, citan el hecho de que un gran porcentaje de criminales agresivos presenta registros encefalográficos anormales, debido quizás a patologías del lóbulo temporal, trastorno que denominan síndrome de descontrol.

 

Aquellos pacientes con degeneración de los lóbulos temporal y frontal pierden la capacidad de controlar sus impulsos más primitivos. Para vergüenza de sus parientes, los enfermos descubren una variedad inagotable de formas de violar las normas sociales: roban en los supermercados a la vista de todos, se desnudan en público, comen restos de comida que encuentran en la calle o se muestran muy agresivos física o sexualmente. Es común que estos enfermos terminen en los tribunales de justicia, con sus abogados luchando por demostrar que sus clientes no son culpables, pues sus cerebros se han degenerado y no hay terapias para ello.

 

El ingeniero Charles Joseph Whitman perteneció a la marina estadounidense, donde recibió una medalla por buen comportamiento. La noche del 31 de julio de 1966 apuñaló a su madre y a su esposa. Al lado de los cadáveres dejó esta nota manuscrita: “No me entiendo a mí mismo… Se supone que, en promedio, soy un joven inteligente y razonable; sin embargo, últimamente he sido víctima de pensamientos poco usuales e irracionales… Tras mucho pensarlo decidí matar a mi esposa… La quería muchísimo… No soy capaz de señalar ninguna razón especial para hacer esto”. Al día siguiente preparó un rifle de largo alcance y se dirigió a la universidad de Texas, subió a la Torre del Reloj y desde allí comenzó a disparar indiscriminadamente, hasta que fue abatido por la policía. El balance: 17 muertos y 33 heridos. “Estoy preparado para morir -escribió antes de salir de su apartamento el día del terror-; después de mi muerte quiero que me hagan una autopsia para averiguar la razón de mi desorden mental”. Y se encontró la razón: un glioblastoma canceroso del tamaño de una aceituna, apretado contra la amígdala, órgano que sirve para regular las emociones, especialmente las relacionadas con la agresión y el miedo.

 

El neurocientífico Wolf Singer ha sugerido recientemente: “Incluso cuando no podamos medir qué anda mal en el cerebro de un criminal, podemos suponer que algo anda mal. Sus acciones son pruebas de la anormalidad de su cerebro, incluso si no conociéramos los detalles”. El mito universal de la igualdad humana ante la ley asegura que, salvo casos extremos, las personas son igualmente capaces de tomar decisiones, controlar los impulsos y comprender las consecuencias. Suena bien, pero es falso. Cuando el cerebro se enferma, las conductas se distorsionan y el sujeto podría ya no ser responsable de sus actos.

 

La pena de muerte empeora la situación, pues desaparece el sujeto y, por un lado, se impide su reinserción en la sociedad; por otro, no permite hacerle un seguimiento e investigar su estado mental y los orígenes de su conducta antisocial. Además, si hubo injusticias en su juicio, ya son irreparables.

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