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Crimen y castigo
13 de Marzo de 2015
Antonio Vélez M. |
Es deprimente ver el estado de hacinamiento que hay en algunas de las cárceles colombianas. Y parece que a la sociedad y a la clase dirigente y política de este país poco le importara la suerte de esos desdichados. Es como si quisiéramos desquitarnos de las acciones realizadas, por ser unos inadaptados, criminales, locos y antisociales, imposibles de dejarlos en libertad. Pero, con razón, la cárcel se ha hecho para mantener alejados de la vida social a gente peligrosa, y para que el castigo sirva de elemento de disuasión a los que no han delinquido.
Existen dos miradas al asunto carcelario. La primera es si los presos merecen tal castigo, y la segunda es si, debido al poco presupuesto destinado al mantenimiento de las cárceles, estas no se han ampliado al ritmo de crecimiento de la población de delincuentes.
Las causas del mal comportamiento son variadas y muy complejas. La conducta de un individuo tiene muchas motivaciones, y se origina en partes del cerebro que aún no conocemos bien. Hay algunos con demencia, mientras que hay otros con desarreglos del comportamiento, fruto de una educación desastrosa, lo que permite que cometan crímenes atroces sin que sus cerebros sean capaces de controlar sus impulsos. Si un hombre que habría nacido normal se viera sometido desde niño a un ambiente de violencia, de pobreza extrema, de maltrato, de abusos, hijo de una madre desnutrida o drogadicta, o fuese víctima de tantos otros factores negativos, no podríamos esperar un comportamiento normal, sin que ello implique culpabilidad, pues no lo podría evitar.
En cierta forma, la sociedad es a veces la culpable por no haberle proporcionado el medio sano y apropiado para desarrollar un comportamiento social normal. La persona no escoge esas condiciones, son la vida y el azar los que la sitúan en el sitio inapropiado. La verdad es que los sicólogos, siquiatras y neurólogos no saben aún completamente cómo se genera el comportamiento delictivo. Y con seguridad pasarán muchos años sin que logremos saberlo. Pero sí sabemos con seguridad que las condiciones violentas e injustas del medio en que se crece dan lugar a comportamientos violentos, crueles, faltos de compasión, con características sicológicas que hacen que el individuo no pueda vivir en libertad. En cambio, un medio pacífico y equilibrado produce con frecuencia gente compasiva y pacífica.
Está bien: una persona que no sepa o no pueda comportarse en sociedad debe perder la libertad, pero otra cosa es que se le someta a condiciones como las que se observan en los videos: presos durmiendo en el frío y duro suelo, mal alimentados, amontonados unos contra otros, en medio de olores pestilentes, y pasando años en ociosa inactividad y encierro. La situación es tan exagerada que se puede hablar de tortura. Sí, de TORTURA. Un Abu-Ghraib colombiano. Y ni pensar en rehabilitación. Todo lo contrario.
Los responsables son aquellas personas que deben resolver el problema, que deben conseguir los recursos para ampliar y sanear los espacios, para proveer la alimentación suficiente, para que el hambre no se convierta en otro elemento más de tortura, una tortura que supera los límites de lo tolerable. Sin embargo, no se oyen en los medios a las personas que supuestamente luchan por la justicia, por el bien del prójimo. Esos prójimos de la cárcel no parecen importarles a la mayoría; son tratados como basura, o peor que basura. Y, más difícil de entender, las autoridades religiosas también permanecen en silencio.
¡Qué paguen sus fechorías! Es la justificación que a veces nos inventamos, un desquite de la sociedad por los malos actos. O no habrá faltado el compasivo que ha propuesto invertir un poco en ampliación de cárceles, y seguro que le han respondido: “¡Por ahora no, hay cosas más importantes!”.
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