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Actualizado hace 11 minutes | ISSN: 2805-6396

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Cultura y derecho


Cómo tomar una mala decisión (y persistir en ella)

19 de Abril de 2013

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Andrés Mejía Vergnaud

andresmejiav@gmail.com

Twitter: @AndresMejiaV

 

Jamás pierdo oportunidad para leer libros o para estudiar experiencias relacionadas con un tema de mi fascinación personal: la toma de decisiones en momentos de crisis, en especial decisiones políticas, y particularmente aquellas que se toman en el marco de conflictos. Con ello he tenido grandes satisfacciones, como por ejemplo uno de los libros que más recomiendo, Fateful choices (Decisiones trascendentales) del historiador Ian Kershaw. Y claro, no me han faltado las decepciones, como la que me deparó el famoso The dictator’s handbook, ese increíble ejercicio de simplismo de Bruce Bueno de Mesquita, basado en un insostenible y superficial principio de decisión racional que además su autor enuncia como si fuese un gran descubrimiento.

 

Hoy me complace estar en el lado de las recomendaciones. Endgame (una traducción imperfecta sería “Desenlace”) es un libro absolutamente cautivador, cuyas páginas, más de 800, no dejan sentir su peso a medida que se avanza por ellas, y más bien, cerca del final, se entristece el lector al comprobar que ya le queda poco. Es además un libro muy oportuno por su tema: se trata de la investigación más completa y fiable de los sucesos ocurridos a partir de marzo del 2003, cuando EE UU se involucró en el más costoso y lamentable de sus errores, la invasión a Irak.

 

Sus autores, Michael R. Gordon y Bernard E. Trainor, conforman un dueto casi perfecto por ser muy complementario. Michael R. Gordon es el corresponsal militar principal del New York Times, y durante buena parte de la guerra estuvo cubriendo las operaciones en terreno, y mejor aún, estuvo gran parte del tiempo en el comando central donde se tomaban las decisiones. Bernard E. Trainor es un general retirado de los Marines, quien ha trabajado para el New York Times, la NBC y la Escuela de Gobierno de Harvard. Este es el tercer libro que escriben juntos.

 

Endgame puede disfrutarse desde muchas perspectivas: complacerá, por ejemplo, a quienes tienen gusto por la historia y la táctica militar, por la política internacional, por la historia reciente, y por la política y la cultura del Medio Oriente. Y para quien escribe, por las razones ya explicadas, su mayor interés yace en que cuenta la historia de cómo se sostuvo con terquedad un gran error.

 

El error de la guerra de Irak podría analizarse como la conjunción de al menos cuatro equivocaciones. La primera, creer que mediante una intervención militar y un cambio de régimen podía implantarse la democracia liberal occidental en un país ajeno a la historia y a la cultura de esta. La segunda fue creer que los iraquíes recibirían a los invasores con los brazos abiertos; quedó sintetizada en la frase “seremos aclamados como libertadores” del entonces vicepresidente Dick Cheney. Tercer error: creer que los nuevos tiempos invocaban un tipo distinto de acción militar, con más tecnología y menos hombres; fue la idea a la que se apegó con fuerza el secretario de defensa Donald Rumsfeld. Y finalmente, creer que en la reconstrucción de Irak había que purgar a todos los elementos afectos al régimen anterior.

 

El desastre configurado por estos cuatro errores es narrado con detalle en el libro. Es una narración que no ahorra en anécdotas fatales, como la de una cena amistosa entre Condoleezza Rice y Brent Scowcroft, veterano asesor de Bush padre, quien advirtió a Rice que su empresa de llevar la democracia a Irak fracasaría, y ella insistía en que era posible y tendría éxito.

 

Más dramáticos son los relatos de cómo varios funcionarios y analistas vieron los problemas que había desatado la invasión, y escribieron memorandos muy precisos donde advertían de los errores y pedían rápida corrección. En todos los casos tales informes fueron ignorados, especialmente por Bush y por Rumsfeld, pese a que en algunas ocasiones se les expusieron a ellos personalmente.

 

Bush, Rumsfeld y Rice se habían aferrado a unas creencias, y por razones no racionales estaban más que decididos a no cambiar de opinión. Tenían, por tanto, una actitud hacia la evidencia empírica un tanto selectiva: oían lo que querían oír, y encontraban siempre razones para descalificar aquellos datos que fuesen contrarios a su creencia. Los prejuicios, los anhelos y los credos personales hicieron sentir la fuerza de su irracionalidad sobre las montañas de evidencia empírica que no cesaban de crecer. La realidad, cómo no, pasó su cuenta de cobro.

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