Reflexiones
Buñuelos letrados
17 de Enero de 2014
Jorge Orlando Melo
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Entre los platos navideños de Colombia, ninguno tan viejo como los buñuelos. Por lo que parece, ya el rey David, después de consagrar el tabernáculo, repartió a todo el pueblo de Israel “flor de harina frita en aceyte”, lo que según el traductor español del siglo XVIII, San Miguel, era “una especie de buñuelo”. También en Grecia, en época de Aristóteles, desayunaban con “tagenites”, una masa frita de harina y cuajada, que un poeta recuerda: “¿Y has visto el vapor hirviente cuando les echas la miel?”.
La más antigua receta conocida es de Plinio el Viejo, en su libro sobre agricultura, dos siglos antes de Cristo, cuando ya debían haberse hecho comunes por todo el Mediterráneo. En España los libros medievales de cocina los describen y aparecen mucho en la literatura de fines del siglo XVI y comienzos del XVII: los poetas Góngora y Quevedo, los dramaturgos Tirso, Lope de Vega y Calderón los mencionan y sus personajes se los comen. Les sirven para describir algo bueno (“Que sea su Marica buñuelo para mí” dice un sacristán de Lope) o para hablar de lo fácil que es algo. Tan fácil, que en el Quijote se critica a los escritores muy prolíficos, que sacan libros “como si fueran buñuelos”, a lo que contesta el bachiller Carrasco que de todos modos “no hay libro tan malo que no tenga algo bueno”. No pasa lo mismo con los buñuelos, que cuando están fríos no tienen nada bueno: se vuelven secos y sin gracia: una “pasta correosa e indigesta” según don Juan Tenorio. Eran comunes los “buñuelos de viento”, que servían para burlarse de los presuntuosos, sobre todo de los que aparentan sabiduría usando un lenguaje rebuscado.
Al pasar a América, la harina de trigo se cambió por harina de maíz, a veces mezclada con harinas de yuca o sagú. Para fines del siglo XVIII en casi toda Hispanoamérica eran ya claves en navidad, acompañados del americano chocolate, y en vez de untarlos de miel de abejas se endulzaban con mieles de caña: el azúcar, aunque llegó a España con los árabes, solo se hizo común después del descubrimiento de América.
A Colombia llegaron pronto. Según Juan de Castellanos, al gobernador Hernán Pérez de Quesada, “hombre sensual y derramado”, lo sobornaban mandándole mujeres amorosas “so color de llevar algún mensaje o con alguna buena golosina de buñuelos, hojuelas o pasteles”. A fines de la colonia el padre Santa Gertrudis sorprendió a los indios del Caquetá dándoles buñuelos, que nunca habían visto y pensaron que eran frutas traídas de lejos. “Acta deoqui” dijeron, que quiere decir “esto está buenísimo”. En el siglo XIX los novelistas son generosos y los reparten a todos. María come buñuelos y pandebonos, y Carrasquilla y Rendón los describen con gusto, junto con la natilla, el manjar blanco y las hojuelas. Hay incluso “buñuelos de cargazón” para los presos. Y la idea de que son muy fáciles se transforma: ahora le decimos “buñuelo” al que todavía no maneja bien su carro o su metralleta.
Los recetarios son de una riqueza extraña: El Estuche, de 1884, trae 22 fórmulas, y en el Manuel de Cocina de Elisa Hernández, en 1923, hay 32 clases de buñuelos: macizos y del viento, sin queso o con todas clases de quesos, quesitos y cuajadas, salados y dulces, de maíz, trigo, arracacha y yuca. Y con sabores tropicales: de piña, mango o calabaza. Hoy esa variedad se ha perdido y todo se hace con el mismo queso y la misma harina. Pero se parecen a la vieja receta latina, que copio, para que en la próxima navidad los hagan como hace 2.200 años:
“Así hago los buñuelos. Mezclo cantidades iguales de harina de trigo con queso. Despues hago los que quiero y los echo en una paila con aceite caliente, uno o dos al tiempo. Los hago voltear varias veces con dos palitos. Cuando esten cocidos los saco, les unto miel y semillas de amapolas y así los sirvo”.
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