Columnistas
Brujos, hechiceros y chamanes
14 de Febrero de 2012
Jorge Humberto Botero Abogado y exministro de Comercio, Industria y Turismo
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Según el Preámbulo de la Constitución de 1886 ella fue expedida “en nombre de Dios, fuente suprema de toda autoridad”. Y no de cualquier dios sino del católico, a tono con las tradiciones de nuestro país para aquel entonces.
La teoría del origen divino de la autoridad viene desde la Edad Media cristiana y presenta dos vertientes. Según la primera, el Papa es el depositario y operador de la autoridad divina, de modo tal que los reyes ejercen su poder por delegación suya. Así lo había establecido en el Siglo XI el Papa Gregorio VIII. Al Supremo Pontífice, que es vicario de Cristo en la Tierra, le está permitido deponer a los emperadores, y es el único autorizado para usar la insignia imperial.
De otro lado, los reyes, especialmente en Francia, terminaron ganando en su lucha de poder contra el Papado. Hasta el momento de la coronación de Luis XIV en 1638, los edictos y ordenanzas reales se proclamaban como el producto de una deliberación en la que participaban la nobleza y el alto clero. El “Rey Sol” adoptó una fórmula diferente: “El Rey ha resuelto por deliberación de su consejo”. Este es el “Derecho Divino de los reyes”. El poder, según esta tesis, emana de Dios, pero no gracias a la intermediación papal: radica directamente en los monarcas.
Nuestra antigua Constitución acoge una variante de la primera de estas teorías al reconocer a la Iglesia Católica un poder civil autónomo aunque restringido. Según su artículo 58, abrogado en 1936, los obispos podían, “por derecho propio”, ejercer autoridad en materias civiles, tales como la formación del vínculo matrimonial y la filiación entre padres e hijos. Hasta 1991 estuvo vigente una norma constitucional que condicionaba la libertad de cultos a que no fueran contrarios a la “moral cristiana”. Por supuesto, nadie más autorizado para establecer esa conformidad que la Iglesia Católica, no las autoridades de la República. Éramos pues, en esta materia, uno de los países más atrasados del planeta.
La Carta que nos rige no instituye un Estado ateo pero sí laico. Para expedirla se invocó “la protección de Dios”, pero es el Pueblo, a través de sus representantes elegidos en comicios democráticos, (lo que, en realidad, no sucedió pero esa es otra discusión) quien la puso en vigor. Coherente con esta filosofía, fue omitida toda mención a la religión Católica y a su Iglesia. Desde hace apenas 20 años está prescrito que “todas las confesiones religiosas e iglesias son igualmente libres ante la ley”, sean o no compatibles –no sobra recordarlo– con la ética cristiana en su vertiente católica.
Esta estipulación, sin duda alguna, compromete al Estado con una rigurosa neutralidad en materia religiosa. Para completar esta descripción elemental, hay que añadir que “El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación”. Es obvia la conexidad entre neutralidad religiosa y pluralismo cultural.
Bajo el alero protector de estas disposiciones, y en estricto régimen de igualdad, son lícitas, como lo hemos presenciado estos días, las ceremonias mágicas oficiadas por un chamán encaminadas a evitar que lloviera determinado día; o la romería de un amplio conjunto de fieles a propósito de la visita a Colombia de un relicario que contiene la sangre de un papa fallecido en años recientes.
Unos y otros tienen todo el derecho a sus creencias, que son trasunto de un pensamiento mágico, carente por completo de racionalidad. No hay ninguna evidencia empírica o científica que sustente la idea de que las reliquias de los santos obran milagros o de que estos sean posibles; tampoco de la eficacia de las maniobras del chamán para alterar el comportamiento de la hidrología. Se trata, para decirlo con claridad, de simples supercherías.
La historia no es circular, como lo creían los aztecas, pero no siempre la humanidad progresa, entre otros motivos porque nos asusta el uso de la razón. Emmanuel Kant, uno de los pensadores más ilustres del siglo XVIII, decía:
“La Ilustración significa el movimiento del hombre para salir de una puerilidad mental de la que él mismo es culpable. Puerilidad es la incapacidad de usar la propia razón sin la guía de otra persona. Esta puerilidad es culpable cuando su causa no es la falta de inteligencia, sino la falta de decisión o de valor para pensar sin ayuda ajena“.
Todavía es tiempo de que superemos el infantilismo intelectual que con tanto vigor como poco éxito fue combatido por Kant.
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