Crítica literaria
Arte, revolución y cambios culturales
10 de Mayo de 2013
Juan Gustavo Cobo Borda |
Carlos Granés (Bogotá, 1975) obtuvo el premio de ensayo Isabel Polanco 2011, otorgado por un jurado que presidía Fernando Savater, con su obra El puño invisible (Taurus), que en sus casi 500 páginas nos da la más vivaz y documentada exposición de lo que ha sido la revolución cultural de las vanguardias.
Nacida en 1917 en Zurich, en la neutral Suiza, con el dadaísmo, en la vecindad de rusos como Lenin, que también se disponían a hacer su propia revolución: la bolchevique. Si bien esta última se derrumba en los años ochenta con la caída del muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética, la dadaísta parecía haber triunfado de manera global, en 1968, no solo en el célebre mayo de aquel año en París, sino en sus manifestaciones estudiantiles y juveniles ya sea en México, Londres o San Francisco.
Un nuevo estilo cuestionador que en el sexo y la moda, la música y el pensamiento, puso en duda los valores establecidos, gracias a una larga lista de creadores irreverentes que encabezaría el dadaísta Tristan Tzara, e incluso, años antes, el futurista italiano Marinetti, quien exaltaría la velocidad y la guerra para despertar una Italia somnolienta bajo el peso de su abrumadora tradición.
A ellos se añadiría el francés Marcel Duchamp, quien con tranquila indiferencia fue socavando todas las premisas del arte, hasta el punto de enviar un orinal a una exposición, solo porque lo había elegido él. Es el dedo que señala, no la mano que pinta o talla, la que dará sentido a esa escogencia de un objeto, entre la monotonía tediosa de todo lo fabricado mecánicamente. Ya desde 1915, en Nueva York, su anarquismo risueño que lo llevó a dejar la pintura para dedicarse al ajedrez influiría en todos. En Breton y el surrealismo, en la música silenciosa de John Cage, quien comprobó cómo incluso al estar totalmente aislado en una cámara acústica insonorizada aún percibía otros ruidos: su sistema nervioso y su torrente sanguíneo. Ese aislamiento, quizás solipsista, tenía otra cara: los que se volcaron al mundo como Breton y Artaud yéndose a México en pos de Trotski o el peyote. La revolución cultural exploraría el camino de las drogas y también, a veces, el de la política.
Los beatnik de los cincuenta y los hippies marchando más tarde contra el Pentágono o creando centros de estudios sin notas, títulos o programas distintos de aquellos que los propios alumnos se imponían, como sucedió con el Black Mountain College y toda la peripecia vital de Allen Ginsberg, quien fusionó homosexualismo con mantras budistas sin dejar de ser muy judío y calificaba a EE UU de Moloch que, como el dios fenicio, devoraba seres humanos. Había que huir hacia el exotismo del tercer mundo como lo hizo su amigo el novelista William Burroughs, quien en 1953, vino por Colombia en busca del yagé y le narró en cartas todo su viaje a Ginsberg.
“Bogotá lo sobrecogió por el ‘peso muerto de España’ que se podía sentir en cada uno de sus lúgubres y sombríos rincones” (p. 164).
Mayor color y animación encontrarían los profesores de Harvard como Timothy Leary, que viajarían con el LSD y sobre todo la marea de jóvenes que tendrían ocio y dinero para no aburrirse (el mal más letal que todas las vanguardias buscaban derrotar), máxime en una fecha como 1955, donde en Francia el empleado-consumidor comenzaba a disfrutar tres semanas de vacaciones pagas. La vanguardia se volvería espectáculo, ante todo televisivo, y Andy Warhol, el pálido gurú al cual se le podía encargar un retrato solo por 25.000 dólares, que comprobaba cómo el dinero solo producía pintura repetitiva e insatisfacción.
Otros focos atrayentes serían la revolución cubana, el movimiento a favor de los negros, el rechazo a la guerra de Vietnam o los situacionistas, en París, que producirían por obra del francés Guy Debord, en 1967, su libro La sociedad del espectáculo, y en 1994, totalmente alcoholizado, para acabar con el dolor, se suicidaría con un disparo al corazón.
Una infinidad sugerente de grupos, subgrupos, sectas y mafias culturales desfilan por este volumen apasionante, riguroso en su información y muy ameno en su ágil y versátil escritura, que plantea muchas cuestiones decisivas en torno a esa sensación postrera de las vanguardias, cortándose un dedo, en Cali, como hizo el francés Pierre Pinoncello, al querer con esa acción absurda solidarizarse con Ingrid Betancur, en junio del 2002.
Castración, automutilación, profanación, sacrificio: los videos registran todas esas acciones cada día más extremas y envueltas en un descenso inexorable a la abyección y la sordidez patológica. En todo caso, el capítulo final del libro nos sitúa en medio de la crisis española, los indignados ocupando las plazas y parques, los desahucios y el suicidio en las noticias, un aumento del PIB si acaso del 1 % y el fin de la movida y la fiesta en los rostros adustos. Pero el libro de Granés es en verdad un saludable manifiesto por el rescate de una historia cultural donde la imaginación y la razón edificaron obras válidas e inquietantes con un saldo de vidas y movimientos experimentados hasta el peligroso límite de la creatividad ya sin restricciones y fronteras. Que este volumen traza con rigor y firmeza ética.
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