Reflexiones
Apuntaciones críticas sobre el lenguaje burocrático
25 de Marzo de 2013
Jorge Orlando Melo
|
En 1968 Italo Calvino, el gran novelista, se quejó del antiidioma, el lenguaje pretencioso, estereotipado e impreciso que usaban los funcionarios italianos. Según Calvino, los empleados públicos, llenos de “terror semántico” por las palabras comunes, no podían decir saber, sino “conocer”; caminar, sino “desplazarse”; tomar vino, sino “ingerir bebidas embriagantes”. “Y cuando triunfa el antiidioma, ese italiano del que no sabe decir ‘hice’ sino ‘he realizado’, la lengua ha muerto”, concluyó.
En nuestro país, a pesar de que la gente se vanagloria de que hablamos un español excelente, el antiidioma, una forma de escribir y hablar engolada, hueca y confusa, se está imponiendo y es cada día más frecuente. El español en Colombia era al mismo tiempo rico y lleno de fuerza, por la variedad de formas regionales y la capacidad de creación del pueblo, y exigente y cuidadoso, por la existencia de una tradición de uso preciso y elegante del lenguaje culto.
Hoy, los empleados públicos, los alcaldes y jueces, los jefes de policía y los parlamentarios hablan un lenguaje incorrecto y rebuscado, lleno de términos vacíos, palabras huecas que quieren decir todo o no quieren decir nada, giros en los que las palabras normales se reemplazan por perífrasis incoherentes o innecesarias o por otras menos precisas. En parte esto se hace, por corrección política, buscando eufemismos (“jóvenes en situación de delincuencia”, “habitantes de la calle”, “falsos positivos”, que evita cualquier alusión a los muertos) o para dar la impresión de que uno maneja un lenguaje técnico que muestra que sabe bien de que está hablando. Para ello, puede apoyarse en las expresiones oscuras de los expertos académicos, que cada vez escriben peor. Los periodistas copian este lenguaje y lo difunden, los noticieros de radio y televisión lo promueven y finalmente todo el mundo empieza, sin darse cuenta, a hablar ese pobre idioma de la burocracia.
Unos cuantos ejemplos pueden servir, aunque el inventario podría ser infinito. Un jefe de policía habla de que va a combatir a las “bandas dedicadas al tema del narcotráfico”, como si estuvieran haciendo un trabajo de clase. Para decir cómo inscribirse en la universidad, Bogotá publica una página que explica el“Proceso para hacer efectiva la inscripción como aspirante para el ingreso a cualquier proyecto curricular o programa de pregrado”. Los burócratas nunca hacen nada, sino que realizan o efectúan procesos, e invitan a los ciudadanos, no a pagar impuestos, sino a “efectuar las acciones conducentes a la cancelación de sus obligaciones tributarias”. Los niños nunca juegan, sino que “realizan actividades lúdicas”. Y nunca se relacionan las cosas con alguna precisión, pues una palabra vaga como “articulación” evita precisar lo que se quiere decir, mientras la Corte Constitucional inventa cosas como “fundamentalidad”. Los estereotipos, clichés y lugares comunes abundan: “comenzar” desapareció del lenguaje burocrático, y “después” se reemplazó por luego, que alguien debió creer más elegante.
En los escritos judiciales la enfermedad del idioma es todavía más aguda: encuentro, en una sola sentencia de la Corte Suprema de este año, fuera de muchos latinajos mal usados (por pretensión, supongo), partes de la oración en una función impropia (“el injusto cometido”, “el punible”, “el momento consumativo del delito”), jergas (“tasar la pena en la mitad del ámbito de movilidad de los cuartos medios”), esfuerzos de lenguaje exquisito (el “juzgador” en vez del juez, “suasorio” en vez de convincente”) y usos ambigüos: los elementos probatorios “construidos por la fiscalía” no nos dicen que esta esté “construyendo” pruebas, sino simplemente que las presentó en la audiencia… Es un caso claro de tortura del lenguaje, que tenemos que combatir, pues cuando el antiidioma se toma la justicia, muere el español y decae la justicia.
Opina, Comenta